La esencia de Eva

**Diario de un cirujano plástico**

—¿Cuántos años tiene usted? —El doctor Adrián Delgado fijó su mirada en el hermoso rostro de Lucía.

Ella parpadeó, sonrió y desvió los ojos con coquetería antes de volver a mirarlo. Cuántas veces había visto él esos gestos, esas miradas perdidas y esos trucos femeninos en su consulta. No bien preguntaba por la edad, las mujeres recordaban que quien las interrogaba era un hombre joven y atractivo. Lucía no fue la excepción.

—¿Y usted cuántos me daría? —preguntó ella, juguetona.
Él la observó con seriedad.

—Veintinueve —mintió sin pestañear.
Algo en la barrera de los treinta siempre aterraba a las mujeres.

—Treinta y nueve, para ser exactos —corrigió Adrián con frialdad, quitándole un par de años por compasión.

—No se puede engañar a usted, doctor —dijo Lucía, valorando su tacto.

—¿Y para qué intentarlo? Soy médico, no un pretendiente. Su edad me importa por razones muy distintas. Si tuviera veintinueve, dudo que estuviera aquí. Se ve muy bien para su edad. Excelente, incluso. Muchas mujeres le envidiarían.

—Qué hombre tan temible. Nos mira como si fuéramos de cristal —volvió a coquetear Lucía.

—Es mi trabajo y mi experiencia.

—Qué suerte tiene su esposa. Entiende a las mujeres.

Adrián estuvo a punto de decir que no estaba casado, pero lo pensó mejor.

—Entonces, ¿qué la trae aquí? Tiene un aspecto magnífico, no necesita cirugía. Al menos de momento.

Sus ojos brillaron ante el halago.

—¿Y no quiere preguntar a qué precio lo consigo? Sí, tengo un marido adinerado. Accedo a los mejores tratamientos y cosméticos, que, por cierto, no son baratos. Pero estoy harta de pasar horas en el gimnasio, luego tumbarme en una camilla con mascarillas y pociones rejuvenecedoras. No vivo, solo lucho contra el tiempo. Estoy cansada —repitió.

—Pues déjelo fluir. Cada edad tiene sus encantos. No hace falta aparentar ser más joven de lo que es —Adrián le dedicó una de sus sonrisas más cálidas.

—Fácil es decirlo para usted. Los hombres no tienen que contar arrugas, calorías ni pasar hambre por una figura esbelta. Y todo, ¿para quién?

—¿Para quién? —siguió el juego Adrián.
Lucía le caía bien. Era sincera, hermosa, vivaz.

—Para ustedes, los hombres. Se sienten más seguros con una mujer joven y bella a su lado. Cuanto más mayores son, más jóvenes las eligen —amargura asomó en su sonrisa, pero aun así lucía radiante.

—Vengo de un pueblecito de Castilla. Mi madre trabajaba en una granja avícola, como mi padre. Luego la cerraron, y ella acabó de limpiadora en un hospital, él, de conserje. Allí no hay trabajo. Mi padre bebió, claro. Yo odiaba esa vida y soñaba con escapar a Madrid, ser actriz… —sus ojos se nublaron de recuerdos.

Adrián la entendía. Él también había venido de un pueblo.

—No entré en la escuela de arte dramático, pero me contrataron. En un puesto del mercadillo —confesó con esfuerzo—. Sobreviví como pude. Hasta que una clienta me vio y me llevó a una casa de modas. No del tipo que imaginaba, pero allí conocí a mi marido. Era joven, desesperada… —calló un momento. Adrián no la interrumpió.

—Se enamoró y me pidió matrimonio. Acepté, pese a la diferencia de edad. Me sacó de la miseria: piso en Madrid, casa en la sierra, dinero, viajes… Tenía todo lo que soñé.

—De su primer matrimonio tiene un hijo, de mi edad, vive en el extranjero. Él no quiso más hijos. Por un tiempo, me conformé con restaurantes, vestidos, lujos… Muchas me envidiaban. Escapé de aquel pueblo y jamás quise volver —suspiró.

—Hace tres días, fui a su oficina para sorprenderle. Le encantan los churros, así que le llevé un par y un café.

La secretaria no estaba en su sitio. O mejor dicho, sí: en el despacho de mi marido. Ni siquiera cerraron la puerta. No me vieron. Me fui, dejando los churros sobre su mesa. Fue horrible —Lucía se cubrió el rostro con las manos.

Adrián esperó. Cuántas historias así había escuchado en esa consulta. Las mujeres le confesaban sus penas como en un confesionario.

Cuando apartó las manos, sus ojos estaban secos. Solo un instante dejó caer la máscara de mujer segura. La vida le había enseñado a no mostrar debilidad.

—No era ingenua, sabía que había otras. Pero entonces, me asusté. El tiempo pasa, yo no rejuvenezco, y a su alrededor hay chicas jóvenes dispuestas a todo por ocupar mi lugar.

Tienen lo que yo ya no: juventud. Tiene razón, tengo cuarenta. No puedo competir. Hombres como él prefieren jóvenes bonitas y tontas. Si me deja por una, no habrá otro billete de lotería. Uno se acostumbra a lo bueno. Prefiero morir antes que volver a ese pueblo —su sinceridad desgarraba.

—¿Usted podría renunciar a Madrid, a su clínica, su reputación…? ¿Irse a un hospital de pueblo como cirujano cualquiera?

Adrián calló. Ella no esperaba respuesta.

—Bien. Aquí tiene la lista de pruebas previas. Algunas puede hacérselas aquí. Después, vuelva.

Sus ojos brillaron. Se levantó con agilidad y dignidad.

—Piénselo otra vez. Toda operación tiene riesgos. ¿Su marido sabe lo que planea?

—No, pero inventaré algo.

—Verá, postoperatoriamente no lucirá… digamos… muy bien.

—¿Cuánto tiempo? —asomó el miedo en su mirada.

—Un mes, quizá más. Depende de la evolución.

—Diré que me atacaron… —improvisó, pero sin convicción.

—Digámoslo. Aun así, el gimnasio seguirá siendo necesario. La cirugía no rejuvenece el cuerpo. El efecto es temporal. Recuerde las caras de nuestras estrellas: se vuelven adictas al quirófano. Cada intervención deja secuelas. Cuantas más, más complicaciones. ¿Recuerda el rostro de Michael Jackson?

El temor cruzó sus ojos, pero se dominó.

—Sé que intenta disuadirme. No lo logrará. Estoy decidida —cortó Lucía, dejando un sobre sobre la mesa.

—El pago es en caja —dijo Adrián, distante, reconvertido en médico.

Mientras revisaba sus papeles, pensó en ella. Había algo especial, quizá ese pasado humilde que compartían, esa ambición por ascender.

Su rostro no necesitaba cambios. Le gustaba así, expresivo, con esas arruguitas apenas disimuladas. Trató de disuadirla, pero ella se aferraba a su vida de lujos.

Miró su reloj caro. Veinte minutos para la próxima paciente.

Algunas venían por miedo a perder al marido; otras, como aquella actriz desconocida, por roles en el cine. Los hombres no necesitaban torturarse así. Con dinero, el físico importaba poco.

Días después, Lucía volvió con sus informes. Adrián los revisó bajo su mirada suplicante.

«Salud impecable. Se ve radiante. Como un perro mirando un hueso. Haré lo mínimo, para no arruinar su belleza natural».

—Bien —dijo en voz alta—. Aquí tiene la lista para ingresar. NoAl final, Lucía no llegó a despertar de la anestesia, y mientras Adrián contemplaba su rostro inmóvil, comprendió que la belleza es efímera, pero la vanidad puede ser letal.

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La esencia de Eva