Mis reglas
Como pasa muchas veces, Lucía nunca conoció a su padre. Él las abandonó a ella y a su madre justo después de que naciera. Vivían en un pueblo pequeño, en una casa de campo. Su mamá no la mimaba. Desde niña, Lucía aprendió a encender la estufa de leña, a cuidar la huerta y a ir de compras.
Sacaba siempre sobresalientes, le encantaba ir al colegio y soñaba con ser actriz y vivir en una gran ciudad. Al terminar el instituto, se fue de su pueblo a Sevilla, encontró un trabajo al azar y se matriculó en la universidad a distancia.
—Los sueños están muy bien, pero hace falta una profesión que siempre te dé de comer —decía su madre—. Los artistas pasan de la abundancia a la pobreza en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando terminó la carrera y empezó a ganar más, Lucía se compró un coche a plazos. No un Mercedes, claro, un humilde Seat Ibiza, de segunda mano pero fiable. Fue orgullosa a visitar a su madre con él.
Ahora tiene otro coche, pero nunca olvidó el primero. Hace poco lo vio aparcado en la ciudad y no daba crédito a que aquel viejo aún funcionara. Habría seguido usándolo, pero… como suele pasar, se enamoró. Primer amor, primera experiencia. Casi de inmediato, él le propuso vivir juntos. Alquiló un piso pequeño. Pronto la convenció para vender el coche.
—Es viejo, cualquier día se desmonta. Vendámoslo y compremos uno nuevo que nos dure años —le insistía—. Mejor venderlo ahora, mientras aún funciona y está presentable.
Lucía accedió. ¿Qué iba a hacer? Los hombres entienden más de esas cosas que una chica joven. Le dejó a él encargarse de la venta. Para comprar el nuevo, tuvo que pedir otro crédito. Él prometió ayudarla con los pagos. ¡Qué feliz estaba Lucía con su nuevo Renault!
Pero, sin darse cuenta, él era quien usaba el coche. La llevaba al trabajo y después se iba a lo suyo. Pagó un par de cuotas y luego dijo que no tenía dinero.
Lucía lo quería, lo justificaba, pero un día una vecina la paró en el portal y le preguntó si sabía que su novio traía chicas al piso.
—Lo he visto con mis propios ojos. Vinieron en el coche, entraron juntos al edificio y salieron tres horas después.
—Sí, lo sé. Es que… —La rabia y la humillación la dejaron sin palabras—. Perdone, tengo prisa —murmuró, apresurándose hacia la escalera.
—Échalo, niña, antes de que sea tarde —le gritó la vecina.
En casa, Lucía dejó salir su furia y lloró sin control. Cuando él llegó, le quitó las llaves del coche y lo echó a la calle.
Se quedó sola, con el coche y la deuda. Por las noches, limpiaba en la oficina donde trabajaba para que nadie se enterase. Dio clases particulares de inglés. Llegaba a casa agotada, pero liquidó el crédito pronto. Después, decidió comprar un piso con hipoteca.
En una visita a su madre, el pueblo le pareció diminuto y avejentado después de la ciudad.
—¿Y por qué sigues sola? Los años pasan, la juventud no dura para siempre. ¿Es que no te gusta nadie? Eres guapa, tienes coche… —dijo su madre con cariño.
En un arranque de autocompasión, Lucía le contó su mala experiencia.
—Eres demasiado confiada. Ya te dije que en la ciudad solo hay trampas y vividores. Lees novelas de amor, pero la vida es otra cosa. Ya no quedan caballeros. Todos quieren vivir a costa de las princesas. Bueno, ya encontrarás a tu media naranja. —Su madre salió de la habitación y volvió con un paquete envuelto en periódico—. Toma, esto es para ti. Lo ahorré para tu boda. No puedes vivir de alquiler para siempre. No es mucho, pero te servirá para la entrada del piso.
Lucía la abrazó y lloraron juntas.
De vuelta en Sevilla, compró un pequeño estudio. Al fin y al cabo, solo iba a dormir. Siguió trabajando y dando clases por las tardes y los fines de semana para pagar la hipoteca. Pero dejó de limpiar la oficina. Cansada, pero feliz, volvía a su pequeño hogar.
Tras aquella mala experiencia, Lucía desconfiaba de los hombres. Temía el compromiso, no dejaba entrar a nadie en su vida. A los veintiocho, tenía piso, la mitad de la hipoteca pagada y un coche con el que daba clases.
Todo lo había conseguido sola, con esfuerzo. No muchos chicos podían decir lo mismo. No tenía familia adinerada ni un padre que la ayudase. Todo ella.
Pero en el amor no tenía suerte. No tenía tiempo ni lugar para conocer a nadie. Y cuando lo hacía, no se apresuraba a abrirse. Aunque soñaba con casarse, tener familia, cocinar para alguien, planchar camisas… y niños, claro.
Y entonces, como caída del cielo, apareció su antigua amiga del colegio. Le trajo conservas y mermeladas de su madre, que le había dado su dirección.
—Qué suerte tienes, Lu. Hiciste bien en irte de este pueblo muerto. Mira, piso propio, coche, debes ganar bien. Yo me quedé por Migue. Lo amaba desde el instituto. ¿Te acuerdas? Su madre estaba muy enferma. La cuidé como si fuera la mía. Le cambiaba la cuña, la alimentaba a cucharadas. ¿Crees que valió la pena? Todo por ese maldito amor.
Cuando la madre murió, MiguPero pensándolo mejor, Lucía decidió que ya era hora de soltar el miedo y abrir su corazón, porque la vida, al fin y al cabo, está hecha para vivirla y no solo para sobrevivirla.