Había una vez, en el corazón de Madrid, una joven llamada Carmen Toledo. Todo comenzó cuando, por culpa de haberse quedado dormida, llegó tarde a su examen en la universidad. Corrió hacia la parada del tranvía, pero este se le escapó justo delante de sus narices.
—¡Vaya por Dios! —exclamó, golpeando el suelo con el tacón, indignada—. Ahora sí que llegaré tarde.
—Señorita, ¿adónde va? —Un chico en bicicleta se detuvo a su lado—. Puedo llevarla.
—¿En bici? ¿Está bromeando? —respondió Carmen, irritada.
—Bueno, es mejor que ir a pie. O puede esperar al siguiente tranvía… si es que llega —contestó él, mirándola con expectativa.
Eran otros tiempos, sin móviles, sin taxis a la vuelta de la esquina, y los teléfonos públicos apenas funcionaban. ¿Qué tenía que perder?
—Llegaremos más rápido que en tranvía, cortando por los patios —insistió el chico, animándola a decidirse.
Carmen dudó un instante, pero el tiempo corría en su contra. Finalmente, se subió de lado al portaequipajes.
—Agárrese bien —advirtió él antes de impulsarse con el pie contra el bordillo. La bicicleta bamboleó al arrancar, y Carmen sintió ganas de bajarse, pero pronto tomaron velocidad y el trayecto se suavizó. En diez minutos ya estaban frente a la facultad de medicina. Carmen se bajó, notando el sudor en las sienes del joven.
—Gracias —dijo—. ¿Ha sido duro?
—Un poco —reconoció él con honestidad—. ¿Cómo te llamas? —Preguntó, apoyando un pie en el escalón de la entrada, de modo que sus rostros quedaron a la misma altura.
—Carmen, ¿y tú?
—Javier. ¡Suerte en el examen! —Y se alejó pedaleando.
Carmen lo siguió con la mirada antes de apresurarse hacia el aula.
Cuando llegó, los primeros alumnos ya habían entrado. Los estudiantes repasaban apuntes apoyados contra las paredes. Respiró hondo para calmarse después del trayecto, concentrándose para el examen. La puerta se abrió, dejando salir a un feliz Sergio Martín, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Sobresaliente? —preguntó Carmen.
—Notable —respondió él, mostrándole el cuaderno de notas—. ¡Pero me vale!
—Siguiente —anunció la auxiliar de la cátedra desde la puerta, observando a Carmen con curiosidad antes de desaparecer de nuevo.
Los estudiantes vacilaron. Carmen tomó aire y entró. Al leer el primer enunciado del examen, supo que dominaba la materia.
—Número del tema —dijo la auxiliar.
—Trece.
—Tome papel y prepárese. ¿Alguien está listo para responder? —preguntó, mirando al resto.
—Yo —contestó Carmen sin dudar.
La auxiliar arqueó una ceja.
—¿Segura? Quizá deberías…
—Estoy segura —la interrumpió.
La mujer miró al profesor, quien asintió, dando paso a Carmen.
—¿Cómo te fue? —preguntó una compañera al salir.
—¡Genial! —respondió, conteniendo la alegría.
—¿Con quién te examinaste?
—Con el catedrático. Hoy estaba de buen humor —añadió antes de bajar la escalera de hierro forjado, sus tacones repiqueteando contra los peldaños.
Al salir del edificio, vio a Javier esperándola junto a su bicicleta. Ella bajó corriendo las escaleras, casi sin tocar los escalones.
—¿No te has ido?
—Quería saber cómo te había ido.
—¡Genial! —sonrió.
—¿Nos vamos?
—¿Adónde? —preguntó, desconcertada. No tenía intención de estudiar ese día, pero tampoco de irse con un desconocido.
—Donde quieras. Podemos pasear en barca por el Retiro o ir al cine. O simplemente caminar.
—¿No trabajas?
—Todavía me queda una semana de vacaciones —respondió.
Pasaron la tarde en el parque, luego en una cafetería y, más tarde, en el cine. Al despedirse al anochecer frente a su portal, Carmen supo que se había enamorado.
—¿Dónde has estado? Ya empezaba a preocuparme. ¿Cómo te ha ido? —preguntó su madre al verla entrar—. No es momento de distracciones. Si suspendes, perderás la beca.
—No voy a suspender —prometió Carmen.
Un año después, se casaron. Javier era mayor, ya con trabajo estable. Alquilaron un pequeño piso destartalado, donde fueron felices.
Pero la vida dio un giro cuando el padre de Javier murió de un infarto durante una clase en la universidad. Su madre, hundida en el dolor, apenas reaccionaba, vagando por la casa sin rumbo.
Preocupado, Javier propuso mudarse con ella para cuidarla. Carmen accedió sin dudar. Volvía antes de la facultad, cocinaba y limpiaba, pero su suegra la miraba sin reconocerla.
Carmen habló con su marido, y tras una visita al médico, confirmaron sus sospechas: la viuda sufría demencia acelerada por el duelo. Un año más tarde, murió atropellada al cruzar la calle para comprar leche, como hacía cada día para su difunto marido.
Quedaron solos en el amplio piso familiar. Poco después, nació su hijo Daniel. La vida siguió, entre alegrías y discusiones, hasta que todo se derrumbó.
Carmen notó que Javier se distanciaba. Criticaba su figura, su pelo, sus uñas…
—Antes eras esbelta, ahora estás como un tonel. Deberías hacer dieta, ir al gimnasio…
Ella sabía que tenía razón, pero le dolía. Él tampoco era el mismo: la barriga empezaba a asomarse.
—No puedo llevar uñas largas, Javier, soy dentista —argumentaba.
La sospecha de una amante crecía, pero él siempre llegaba puntual, sin viajes sospechosos. Hasta que, en su cumpleaños, Javier anunció que lo celebraría en un restaurante.
—He invitado al director. Me ascenderán pronto. Quiero impresionar —dijo, desestimando sus protestas.
Carmen se arregló con esmero, pero Javier apenas la miró. En el restaurante, entre brindis y regalos, el director confirmó su ascenso. Llegaron los bailes, y ella, sudorosa, se refugió en el baño.
Dentro, escuchó a dos mujeres:
—Vaya, la esposa no está tan mal como decías. Con un hijo, no creo que la deje.
—Ya veremos —respondió una voz joven.
Al regresar, vio a Javier bailando con una mujer alta, susurrándole al oído. Carmen salió discretamente, tomó un taxi y volvió a casa.
Javier llegó furioso dos horas después. Su huida lo había humillado.
—Tú mismo te humillaste —gritó ella—. Bailando con tu amante. Prometiéndole que te divorciarías. Pues no hace falta. Aquí tienes tu divorcio.
Él no lo negó.
—La casa es mía, de mis padres. Tú te vas. Marta espera un hijo.
Carmen, con una calma que no sentía, empacó sus cosas y las de Daniel. Toda la noche, en casa de su madre, lloró en silencio.
—Vuelve con él —le exigió su madre al día siguiente—. No robes a tu hijo su padre.
Carmen prometió regresar el lunes, solo por paz, pero sabía que no lo haría.
En el trabajo, una compañera le ofreció cuidar a un anciano enfermo cuya familia había emigrado. A cambio, le dejarían el pCarmen aceptó cuidar al anciano, y aunque los días fueron duros, con el tiempo encontró consuelo en su bondad, y cuando él partió en paz, dejándole su hogar como prometieron, comprendió que la vida, aunque injusta a veces, siempre guarda una segunda oportunidad para quienes saben esperar con el corazón abierto.