No te entregaré, a nadie te entregaré.

**No te dejaré. A nadie te dejaré.**

—¿Se puede? —Una muchacha asomó la cabeza por la puerta entreabierta del consultorio.

—La consulta ha terminado. Solo atendemos con cita.

El rostro de la chica le resultó vagamente familiar a Marina Serrano. Tenía buena memoria para los rostros, pero estaba segura de que nunca antes había acudido a su consulta.

—Lo siento, pero no hay citas disponibles hasta fin de mes —dijo la joven—. El lunes abren para las próximas dos semanas. O puede pedir hora con otro médico —sugirió Marina, con cansancio.

Las demás doctoras de la clínica se quejaban de que muchas mujeres solo querían ser atendidas por ella.

—Quería hablar con usted.

Y entonces, Marina la reconoció.

***

—¡Hola! —Ingrid entró en el consultorio sin llamar, dejando a su paso un rastro de perfume caro.

—Ingrid, ¿cuántas veces te he dicho que llames antes de entrar? Podría haber una paciente aquí.

—No hay nadie en el pasillo. Así que estás libre —sonrió su amiga, imperturbable—. ¿Vamos a una cafetería? Tengo algo que decirte.

—Díselo aquí. ¿Para qué necesitamos ir a un café?

—Cuando veo ese sillón de tortura, se me revuelve el estómago. ¿Cómo puedes trabajar aquí? —Ingrid arrugó su bonita nariz.

—Por cierto, ayudo a que los niños nazcan. ¿No es una misión importante? Vale, voy a cambiarme —dijo Marina, desapareciendo tras el biombo.

—Y a ti misma no pudiste ayudarte —murmuró Ingrid.

—Es de mala sangre que me lo recuerdes —respondió Marina desde detrás del biombo.

—Perdona, Marina, solté una tontería.

—Bueno, me invitas a un café y un pastel —Marina salió del biombo y le sonrió.

La cafetería estaba en el edificio de al lado. Era frecuentada por médicos y pacientes de la clínica. Por las tardes llegaban jóvenes, pero aún era temprano, y los empleados del turno de tarde tenían prisa por llegar a casa. A esa hora, el lugar estaba tranquilo. Las amigas ocuparon una mesa libre y pidieron.

—Querías hablarme de algo —recordó Marina cuando el camarero se alejó.

Ingrid buscó algo en su bolso.

—¿Qué esperas? Dilo ya —la apuró Marina—. ¿Estás embarazada?

—Por suerte, no. Con la hija de Óscar ya tengo suficiente. No pensé que criar al hijo de otro fuera tan difícil. Es terriblemente caprichosa. ¿De verdad yo fui así?

—Ingrid, no des rodeos. Estoy cansada y quiero irme.

El camarero trajo el café y los pasteles. Ingrid bebió un sorbo y buscó algo en su móvil. Luego se lo extendió a Marina en silencio.

—Mira.

—Pablo. ¿Y qué? —Marina intentó devolverle el teléfono.

—Mira con más atención. ¿Quién está a su lado? —Ingrid entrecerró los ojos, como siempre hacía cuando estaba nerviosa.

—Con una chica. ¿Y qué?

—Sigue pasando —pidió Ingrid.

Marina deslizó el dedo por la pantalla. En la siguiente foto, Pablo abrazaba a la joven, ayudándole a ponerse el abrigo. Y después… Después se besaban.

—¿Y bien? ¿Reconoces el lugar? —La voz de Ingrid no sonaba triunfante, solo apenada.

Marina alzó hacia ella unos ojos que de pronto se entristecieron.

—¿Para qué me enseñaste esto?

—Para que lo supieras. Hombre prevenido vale por dos. Pablo te está engañando. Me enteré por casualidad. Un amigo de Óscar celebraba su cumpleaños en ese restaurante. Salí al baño y lo vi. Al principio quise acercarme, pensé que estarías cerca. Pero entonces llegó esa mujer. Pablo no me vio. Ni se habría dado cuenta aunque el techo se hubiera derrumbado. ¿Sabes cómo la miraba?

Marina se levantó de la mesa.

—Marina, perdona. No debí enseñártelo. Pero quería que lo supieras —se arrepintió tarde Ingrid, levantándose también—. ¿Adónde vas?

Marina la detuvo con un gesto y salió del local. En la calle, inhaló profundamente, con desesperación, y se alejó de la cafetería. El corazón le golpeaba con fuerza, martilleándole las sienes. Caminaba mirando al frente, pero no veía nada. Solo la última foto del móvil de Ingrid.

Llevaban quince años casados. Y en todo ese tiempo, ella no había logrado quedarse embarazada. Al principio, Pablo la tranquilizaba y apoyaba, pero con el tiempo dejaron de hablar del tema. Marina veía los ojos felices de su marido cuando jugaba con los hijos de sus amigos.

Sabía que tarde o temprano pasaría. ¿Qué esperaba? Él soñaba con ser padre, y ella no podía darle eso. Pero aun así, no estaba preparada para la infidelidad.

En el camino a casa, Marina se calmó un poco. Pablo aún no había llegado del trabajo. Se sentó frente al televisor, mirando sin ver. Ni siquiera oyó cuando su marido entró.

—¿Ya estás en casa? —preguntó él al llegar a la sala.

—Claro. Son casi las nueve. ¿Tú por qué llegas tan tarde? —preguntó Marina con voz tensa.

—Bueno… —Pablo se aflojó la corbata, desabrochando el primer botón de la camisa.

—¿Estabas con ella? —Marina le extendió el móvil.

Él echó un vistazo rápido a la pantalla. Su mano se detuvo en el cuello de la camisa.

—¿Me estabas siguiendo? —Tiró de la tela, y un botón saltó al suelo.

—No. Ingrid te vio por casualidad en el restaurante y me envió las fotos.

—Es un montaje. Mira, ella podría ser mi hija. Tu amiga se esforzó mucho.

Marina no pasó por alto su nerviosismo.

—¿Y vas a decirme que esa niña te sedujo? Sé un hombre y admítelo. Quieres hijos, y esa chica puede dártelos. ¿O ya lo ha hecho? —Marina lo miró con desesperación—. No tortures ni a mí ni a ella. Seguro que te celaba. Vete con ella.

Pablo se acercó.

—Perdóname. Pensé que gritarías, que romperías platos. Pero tú…

—Vete, por favor, antes de que, como bien dices, empiece a romper cosas.

Pablo se fue. Marina sacó del frigorífico una botella de coñac a medio consumir, sirvió una buena cantidad en una taza y bebió. El alcohol le quemó la garganta y su estómago se encogió en protesta. Tosiendo, llenó un vaso de agua del grifo y lo bebió. Pero pronto se sintió mejor, la tensión se disipó. Bebió un poco más.

Por la mañana, se levantó con dolor de cabeza. Quiso llamar para pedir el día libre, pero pensó que el trabajo la distraería de sus penas.

Dos días después, Pablo regresó.

—Pensé que sería mejor recoger mis cosas contigo. No quiero esconderme como un ladrón.

—Está bien. Llévatelas. ¿Dónde vives con ella? —Marina se sorprendió de su propia calma.

—Tenemos un piso alquilado.

—Si las cosas van tan en serio, podemos partir el nuestro. No lo necesito para mí sola —propuso Marina.

—Lo pensaré.

Hablaban con tranquilidad, como siempre, como si nada hubiera pasado.

—Estás pálido y pareces cansado —observó Marina.

—Ayer volvía del trabajo y, sin pensar, giré hacia nuestra calle. Solo me—Fue entonces cuando Pablo se llevó la mano al pecho, el dolor le atravesó como un cuchillo, y antes de que Marina pudiera reaccionar, él cayó al suelo sin vida, dejándola con el corazón destrozado pero con una nueva luz en su vida: la pequeña Mara, su hija, a quien jamás soltaría.

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No te entregaré, a nadie te entregaré.