**Mi nombre es Beatriz López, y mi padre, Don Manuel, era un hombre de pocas palabras, pero de una entereza que no conocía límites.** Nací en los años difíciles de la posguerra, cuando España temblaba bajo el peso de la escasez. El hambre era un compañero diario, un ladrón sigiloso que vaciaba despensas y almas. Éramos una familia numerosa, y mi madre, desgastada como un trapo viejo, luchaba por convertir el aire en sustento. Mi padre, labriego de sol a sol, apenas recibía unas pesetas al día, cuando había suerte.
Las noches eran largas, llenas de silencios y rugidos de tripas vacías. Mi madre apretaba los dientes, como si el dolor pudiera disimularse con voluntad. Mi padre, en cambio, se levantaba cuando la luna estaba alta. Creímos que eran los achaques de la edad o el insomnio. Nunca imaginamos que, en realidad, salía a hurtadillas a cumplir con su misión.
Fue años después, cuando la vida dejó de apretar tanto, cuando mi madre nos contó la verdad. En los peores tiempos, cuando el pan escaseaba como el oro, mi padre caminaba hasta un viejo molino en las afueras del pueblo. Bajo la luz plateada de la luna, con el riesgo pegado a los talones, conseguía un saco de harina. Lo escondía entre las matas del corral, y con ese tesoro, mi madre amasaba hogazas que mantenían viva nuestra esperanza.
Él nunca habló de ello. Ni del frío, ni del miedo, ni del cansancio que debía cargar. Sus manos, curtidas como la tierra que labraba, eran prueba de su entrega. No nos alimentó con palabras, sino con pan. No era harina robada, era el sudor de su esfuerzo convertido en vida.
Mi padre nos salvó sin aspavientos, noche tras noche, en un acto de amor tan callado como el rocío de la mañana. Hoy, cuando paso junto a un trigal, no veo espigas: veo sus manos sembrando futuro en nuestro presente.
*El amor más hondo no necesita voz; a veces, se cuece a fuego lento y se reparte en silencio.*
