— ¡Alto ahí! ¿Que se ha gastado mi dinero y ahora encima le debo algo? ¡Pero ¿de qué va?!
— ¡Es tu padre! — soltó su madre.
Lucía arqueó las cejas con tal fuerza que su frente parecía un acordeón. Su madre la miraba fijamente, los brazos cruzados. La cocina estaba sofocante, como el aire entre ellas.
— Mi padre me dejó la mitad del piso. Y ese hombre no es nada para mí — respondió Lucía con calma.
— Tienes que comprender — replicó Rosa—. Lleva diez años viviendo aquí. También ha puesto de su parte.
Lucía soltó una risita irónica.
— ¿Poner de su parte? ¿Cuándo, mamá? ¿Cuando se ponía a dar lecciones sobre cómo freír patatas para él, sin ser capaz ni de hacerse unos huevos?
— Bueno, quizá no económicamente — murmuró su madre—. Pero es de la familia. Tú misma le llamabas papá.
Lucía clavó la mirada en los imanes de la nevera, recuerdos de viajes con su padre. La colección se detuvo el día que Antonio llegó.
— Una vez le llamé así, para no verte triste — confesó en voz baja—. Con catorce años. Y él lo usó como bandera.
Un recuerdo la asaltó: Lucía llegando a casa, humillada. Sus amigas iban al cine y a ella no la dejaron ir. “Las chicas decentes no van de marcha”, dijo Antonio.
— ¿Por qué? ¡Todo el mundo va!
— En mi época, los niños no contestaban a los padres. Por esas cosas nos daban con el cinturón.
No alzó la voz, pero las palabras le atravesaron el pecho. Aquella noche, acurrucada en la cama, oyó sus quejas desde el salón.
— La has malcriado. Una princesita que sólo chupa dinero. En mis tiempos…
Lucía apretó los puños. Fue el principio. Luego vinieron las críticas: su ropa, su forma de comer, hasta su manera de hablar. Él actuaba como si ella fuese su criada.
Pero Lucía lo entendió: era un don nadie en el trabajo, y en casa se creía un cacique.
— Mamá — volvió al presente—. La mitad es mía. Legalmente. Antonio no figura en los papeles.
— No lo entiendes. Si vendemos y dividimos entre nosotras, él lo tomará como una traición. Casi te considera su hija.
— Ah, claro. Otra idea: si vendo mi parte a un desconocido, ¿también será traición que compartan cocina?
Rosa cerró los ojos, temblorosa. Tenía miedo de quedarse sola.
— Lleva tantos años aquí… — susurró—. Ha puesto su alma. ¿No lo sientes?
— Sí. Siento que si no defiendo lo mío ahora, nadie lo hará. Y que si sigo tu ejemplo, acabaré como tú: con un holgazán encima, llorando por mi suerte.
Salió. No aguantaba más ese piso ajeno, esa madre extraña.
Afuera, la primavera despuntaba. Niños con helados, el rumor del autobús. La vida seguía, como si en aquel quinto piso no hubiese temblado la tierra.
Pasó casi una semana sin llamar. ¿Para qué hablar con quien sólo repite ecos ajenos?
Se centró en lo suyo. Contactó con un agente inmobiliario. Quería vender su parte para comprar un estudio. O al menos una habitación, para escapar del alquiler… y de ellos.
El comprador apareció rápido. Un divorciado discreto, que ni siquiera sacó a Rosa de sus casillas. Un milagro, dada su afición al drama.
Claro que después, la madre descargó su rabia por WhatsApp.
— Lucía… No vendes un piso. Vendes a tu familia.
Los audios seguían cayendo. Y por un instante, Lucía se sintió culpable. ¿Hacía lo correcto? La convivencia sería dura, pero ¿vivir eternamente de alquiler, teniendo propiedad?
Marcó el número de su padre. Hablaban poco. Él tenía nueva familia en otra ciudad, pero en los peores momentos, ella llamaba. No para quejarse, sino para oír voz sensata.
— Hola, papá. ¿Te acuerdas del piso que pusiste a mi nombre?
— Claro. ¿Qué pasa?
— Mamá quiere que su marido reciba parte del dinero. Dice que “lleva diez años viviendo allí”.
Silencio. Luego, un suspiro.
— Mira, cuando firmé esos papeles, no fue un capricho. No pagué pensiones, pero quería darte un futuro. Para que no dependieras de nadie. Lo que pase con tu madre y su pareja… es cosa suya.
Lucía se sorprendió. Siempre creyó que sólo le tocaba la mitad.
— ¿Crees que hago bien? — preguntó cautelosa.
— Eres adulta. Hazlo si es lo correcto. Pero no por rabia, sino por lógica.
La llamada la alivió. Pero entonces, otro recuerdo:
En la universidad, Antonio insistió en que trabajara. No podían mantener a una “gorrona”. Repartió folletos por cuatro duros.
Un día, compró un yogurt, queso y un poco de chorizo. Lo guardó en la nevera. A la mañana siguiente, sólo quedaba medio yogurt. Antonio, en la cocina, comía tortilla y bebía leche del brick.
— ¿Has cogido mi comida?
— ¿Tuya? Aquí todo es de todos — espetó—. Cuando tengas hijos, lo entenderás. Mientras vivas aquí, compartes y callas.
Dejó de comprar comida. Pero Rosa siempre pedía dinero.
— Se acabó el detergente. Hay que poner cada uno la mitad.
Aunque Lucía sabía que había un saco nuevo, comprado por ella.
Mes a mes, su sueldo se esfumaba en las necesidades de un hombre que no trabajaba pero siempre tenía el plato lleno. Y siempre sabía cómo debía vivir su hijastra.
Ahora era distinto. Firmó los papeles, salió a la calle con una extraña liviandad.
No llamó a su madre. Tampoco hubo llamadas. El silencio se instaló como un alivio mutuo.
Le tomó dos semanas recuperarse. Se compró sábanas nuevas, se apuntó a un masaje, unas zapatillas. Nada lujoso, pero suyo.
Luego buscó un estudio cerca del trabajo. Pequeño, pero sin reproches por un armario cerrado fuerte, ni manos ajenas en su comida.
Pasaron meses. Seis, sin verse. De no ser por la abuela, quizá seguiría ignorando la verdad.
— LUCÍA, cariño, ¿cómo estás?
— Bien, abuela. ¿Y tú?
— Pues calmando a tu madre. Por lo demás, bien.
Lucía se tensó. No deseaba mal a Rosa.
— ¿Qué pasa?
— Ay, es largo… No sé si sabías… Pero ha vendido el piso.
— ¿En serio?
— Sí. Dijo que no aguantaba más. El vecino… bueno, no es malo, pero tiene carácter. Con Antonio, las discusiones eran diarias. Ya sabes cómo es él.
Lucía se sentó en la cama. Las palabras le costaban.
— ¿Y ahora? ¿Está alquilada?
— Sí. Querían un piso más grande, planes de hijos… Pero con su sueldo, no hay hipoteca. Y Antonio… primero despilfarró el dinero. Restaurantes, ropa… Cuando se acabó, se fue.
La abuela suspiró.
— En fin, se lió con otra. Buscó un lugar más cómodo. Y tu madre… bueno, se quedó sola.
Lucía no supo qué decir. No celebraba el dolor de su madre. Pero algo en su interior se asentó.
— Dice que tú rompiste la familia — añadió la abuela—. Que si hubieras aguantado un poco…
— ¿Aguantar? Ella no aguantó ni que yo molestara a su mar— Pues ahora aguanta las consecuencias. — Y colgó el teléfono, sabiendo que, por primera vez en años, su vida era sólo suya.