—Mamá, ¿dónde están mis peluches? —Verónica recorrió la habitación con la mirada, que en una mañana había pasado de ser un refugio acogedor a una estancia fría y despersonalizada—. ¡Y en la estantería estaban mis juguetes de los huevos Kinder, tampoco los veo!
—Nica, se los he dado a tía Carmen. Su nieta es una monada, una verdadera dulzura. Me dijo que la pequeña Laura no se separaba del paquete con tus juguetes —respondió la voz de su madre desde otra habitación.
—¿Qué dices? ¿Esto es una broma? ¡Mamá, son mis cosas, mis juguetes! —Con los ojos llenos de lágrimas, Verónica entró corriendo donde su madre, al borde del grito.
—Dios mío, una chica de diecisiete años llorando por unas tonterías. Se los he dado a tía Carmen, que tiene una nieta. Al menos alguien los disfrutará. Los tuyos solo acumulaban polvo. ¿O es que vas a ponerte a jugar como una niña pequeña? ¡Y deja de llorar, no es como si te hubiera regalado toda la habitación!
—¡No me sorprendería que la próxima vez fuera así! ¡Llegaré y otra nieta o hija de tu amiga me habrá desalojado! —gritó Verónica, y salió corriendo hacia la puerta.
Y así era siempre. Desde los quince años, Verónica trabajaba para no pedirle dinero a su madre para ropa o maquillaje. Pero en cuanto se compró un jersey y unos vaqueros con su primer sueldo, su madre hizo limpieza en su armario y sacó un montón de cosas “que no servían para nada”.
—Ahora ganas dinero, y la vecina del tercero tiene una hija pequeña. Ya has visto cómo viven. ¿Acaso te da pena? —dijo su madre con reproche, después de que Verónica pasara una hora buscando su camiseta favorita.
—Mamá, ¡no se puede hacer esto! ¡Son mis cosas! ¡Podrías habérmelo preguntado primero!
—No te debo nada, pero tú, desagradecida, no tienes derecho a hablarme así. Yo te compré todas esas cosas con mi dinero —replicó su madre.
«¿Es que no lo entiende? —pensó Verónica, mirando el armario semivacío—. ¿Cómo puede regalar mis cosas así, sin más?».
La siguiente vez, al volver del instituto, Verónica encontró la estantería de libros vacía. La colección que había empezado en cuarto de primaria había desaparecido.
—Mamá, me los regaló la abuela. ¡Tú no los compraste! ¿Por qué haces esto? —preguntó entre lágrimas.
—Total, no los lees, ¿qué más da? Solo juntan polvo. Además, son libros infantiles, ya eres mayor. Irían a la casa del pueblo para prender la estufa —respondió su madre, como si no entendiera el problema.
—¡Da igual si los leo o no! ¡Son míos! Llama a tu amiga y que los devuelva.
—¿Estás loca? Qué vergüenza. No voy a llamar a nadie. No sé cómo he criado a una hija tan egoísta y tacaña, igual que tu padre. Él siempre me reñía por cada calcetín, y tú eres igual.
Ese día, su madre no le dijo a quién había regalado los libros. Desde entonces, Verónica solo compraba lo imprescindible, y rechazaba los regalos de su madre para evitar reproches. Llevó algunas revistas y libros que aún no habían sido regalados a casa de su abuela para que los guardara, y siempre recordaba a su madre que no tocara lo que ella compraba. Su madre se ofendía y pasaba días sin hablarle. «Mira dónde hemos llegado, contando trapos. ¿Ahora cada uno comprará su propia comida?», decía antes de encerrarse en sí misma.
La gota que colmó el vaso fue la desaparición de sus juguetes favoritos. Al volver a casa y descubrir que su madre se los había dado a tía Carmen, Verónica no pudo contenerse. Sabía dónde vivía la amiga de su madre y, aunque fuera “vergonzoso”, fue a recuperar sus cosas. «Que piensen lo que quieran. No dejaré que regalen lo mío». Estaba dispuesta a pelearse con quien fuera.
—¡Nica! ¿Adónde vas? —gritó su madre—. ¡Ni se te ocurra ir a casa de Carmen a humillarme!
Pero Verónica ya no la escuchaba. Para otros serían solo juguetes, pero para ella significaban mucho.
Llamó a la puerta. La abrió una mujer de sesenta años. Tía Carmen era una vieja amiga de la familia. Había ayudado a su madre a encontrar trabajo después del divorcio, y a veces cuidaba de Verónica de pequeña.
—Verónica, hola. ¿Qué pasa? —preguntó preocupada Carmen.
—Hola… Bueno, no, no está todo bien —titubeó en el umbral, sintiendo un sudor frío de vergüenza—. Tía Carmen… Mi madre os dio un paquete con mis juguetes esta mañana…
—¡Ah, sí! Muchas gracias. A Laura le encantan los peluches. Iba a mandarte algo en agradecimiento, pero pensé que tu madre pasaría. Como has venido, ahora mismo te lo doy —Carmen se dio la vuelta, pero Verónica la detuvo.
—Espere, por favor. Me da mucha vergüenza pedírselo… Pero me gustaría recuperar algunos.
Carmen la miró sorprendida.
—Pero… ya se los he dado a Laura. Sería raro quitárselos ahora.
—Entiendo cómo suena. No pido todos, solo uno o dos… Mi madre no me avisó. Si me lo hubiera preguntado, los habría guardado yo misma. Pero había un osito marrón y una muñequita de trapo. No son solo juguetes. Me los regaló mi padre antes de… separarse de mamá.
De pronto, Verónica rompió a llorar.
—Dios mío, cariño —Carmen se arrodilló a su lado y la abrazó—. Tu madre dijo que no los querías. No sabía lo que significaban.
Verónica no pudo contener las lágrimas.
—Vamos, ven —Carmen se levantó, la tomó de la mano y la llevó a la cocina—. He hecho té. Tranquilízate, hablamos y decidimos qué hacer.
Verónica miró fijamente su taza. Recordó a su padre. Tras el divorcio, su madre le prohibió verlo, y en esos raros encuentros, Verónica era feliz. Siempre sintió una conexión especial con él, pero no lo admitió hasta que lo último que quedaba de él fue regalado.
Hacía años que su padre había muerto, dejándole solo vacío y tristeza. Ni siquiera pudieron despedirse.
Carmen volvió con un paquete.
—Mira, Nica. Este chal tiene más de treinta años. Me lo dio mi madre. Mis hijos se ríen, dicen que ya está viejo, pero no puedo tirarlo. Mira los agujeros —rió, señalando las costuras—. Lo remiendo una y otra vez. Dicen que da vergüenza usarlo, pero para mí es un recuerdo. Cuando me lo pongo, es como si mi madre me abrazara.
Tenía lágrimas en los ojos.
—Entiendo lo que sientes. Conocí a tu padre, era un buen hombre. No guardes rencor a tu madre… Ella lo quiso más que a nadie. Si no hubiera sido por aquel accidente, quizá se habrían reconciliado. Yo te devolveré tus juguetes mañana. Que mis hijos no me entiendan, pero yo a ti sí. Guarda los recuerdos de quienes amas. No temas luchar por ellos, pero no olvides cuidar a quienes aún están contigo.
Carmen acarició el chal y lo olió, como si conservara el aroma de su madre.
***
Verónica entró en casa y encontró a su madre apoyada enSu madre, con los ojos húmedos, la abrazó fuerte y susurró: “Perdóname, hija, no sabía que guardabas tanto en esos juguetes”.