El primer día de invierno comenzó con muy mal pie. A Tatiana le tocaba trabajar, pero el tiempo era terrible. Caía una mezcla de nieve y lluvia, la temperatura había bajado a cero, y no había manera de salir sin abrigarse bien. Así que la chaqueta ligera no servía: tuvo que ponerse el plumífero y unas botas de invierno.
Era su primer día laboral después de una larga pausa. En verano, tan feliz con su querido Alejandro, había renunciado a su trabajo siguiendo su consejo. Él le compró unos billetes para la playa, pero su jefe no le dio permiso. Así que firmó su dimisión sin pensarlo dos veces.
Entonces, el cielo parecía lleno de diamantes. Tatiana estaba segura de que, en la costa, la esperaba una propuesta de matrimonio. ¿Para qué iba a necesitar trabajar entonces? Alejandro les mantendría a ambos, y sus ahorros no importarían.
Soñaba con una boda, un bebé y una vida cómoda en la lujosa casa de Alejandro. ¡Cómo se maldecía ahora por su imprudencia! En el resort, él no le pidió nada. Solo la llevó a restaurantes, le regaló noches inolvidables y la trajo de vuelta.
No la dejó de inmediato. Durante casi medio año, le dio esperanzas de que su relación tendría un final lógico. Hasta que, una semana atrás, Tatiana no pudo más y le preguntó cuáles eran sus planes.
—No son muy halagüeños, Tatiana— respondió él—. Voy a volver con mi exmujer. Mi padre y yo tenemos un negocio juntos, y él ha enfermado. Dijo que todo pasaría a mi hijo, pero que mi esposa administraría hasta su mayoría de edad. Si reconcilio el matrimonio, la herencia será mía. Son condiciones duras. Lo siento, cariño.
Lo que siguió fue un discurso sobre amor y lo doloroso que era separarse. ¡Qué desgraciado e impotente se sentía!
Tatiana se envolvió en el último regalo que él le había hecho, un abrigo de piel cálido, y dijo con frialdad:
—Adiós.
Y desapareció de su vida. A Alejandro no le echaba de menos, pero sí al tiempo perdido.
Tuvo que superar ese “duelo” y volver a su antiguo trabajo, rogándole al director que la readmitiera. Después de saludar a sus compañeras, esperó fuera de su despacho. Dentro se oía la voz enérgica y enfadada del jefe, reprendiendo a alguien por sus errores.
Cuando todos salieron, Tatiana entró tímidamente, con una sonrisa forzada, y expuso su petición.
—No puedo vivir sin trabajo— explicó—. Y mi vida personal… ha sido un fracaso.
El jefe, que siempre había mostrado cierta debilidad por ella aunque estaba felizmente casado, la miró con compasión y dijo:
—A nadie más lo habría readmitido. Pero a ti, sí. Aunque no en tu antiguo puesto. ¿Quieres ser mi secretaria? Marina se va de baja maternal el primero de diciembre. Pero disciplina, ¿eh? Y nada de vacaciones inesperadas.
No tuvo más remedio que aceptar. Y así llegó su primer día: falda ceñida, blusa blanca, maquillaje discreto, pelo impecable. Llevaba zapatos de tacón en el bolso para cambiarse en la oficina.
Iba corriendo hacia la parada cuando recibió un mensaje del jefe:
«Ven antes. Reunión urgente en cinco minutos.»
Miró la hora y supo que no llegaría a tiempo. Tendría que coger un taxi. Se detuvo para marcar el número, pero de pronto un chico en monopatín, salido de la nada, la chocó. ¡Y con este tiempo!
Acabaron los dos en el suelo. Su plumífero, embarrado; las medias, destrozadas; el móvil, voló hacia la carretera. Todo eso se podía arreglar, pero el chico, en cambio, parecía herido. Se sujetaba la pierna.
Con ayuda de Tatiana y unos transeúntes, logró levantarse, pero no podía apoyar el pie. Alguien le alcanzó el móvil y llamaron a una ambulancia.
—¿Quién lo acompaña?— preguntó el médico. Todos bajaron la cabeza.
A Tatiana no le quedó otra. Recogió el monopatín, la mochila del colegio con una correa rota, y subió con él.
En el hospital, mientras lo revisaban, su móvil cobró vida: cinco llamadas perdidas del jefe. Ya había empezado la jornada. Intentó llamarlo, pero no contestó. Minutos después, llegó un SMS:
«No se moleste. He cambiado de idea. Buena suerte.»
Su carrera se había acabado. Le ardían los ojos, pero no lloró. ¡Cómo si fuera el único trabajo! Aunque…
No tuvo tiempo de terminar el pensamiento cuando sacaron al chico de la consulta.
—Tranquila, señora. No es grave. Pero qué imprudencia dejar que un niño monte así con este tiempo.
—No soy su madre, y tenemos prisa. Gracias— respondió Tatiana, sentando al chico a su lado.
Tenía unos catorce años.
—¿Cómo estás?— preguntó—. ¿Dónde vives?
Le dio una dirección y Tatiana pidió un taxi. Mientras, él marcó un número en su móvil:
—Abuela, no te asustes… Me caí con el monopatín. Ahora vuelvo a casa.
Oyó gritos al otro lado, pero el taxi ya había llegado. Apoyándose en ella, logró llegar al coche.
Se llamaba Gregorio y vestía bien. No parecía de una familia necesitada. ¿Por qué había llamado a su abuela y no a sus padres?
—Mi padre está de viaje— explicó—. Me dejó con ella.
Al llegar, una mujer nerviosa los esperaba en la puerta. Tatiana le contó lo sucedido y la abuela, agradecida, la invitó a tomar algo.
No se negó. La casa estaba impecable. Tatiana disfrutó del té caliente mientras la mujer regañaba cariñosamente al nieto por coger el monopatín sin permiso.
Intercambiaron números y se despidieron.
—Te llamaré para saber cómo estás— dijo Tatiana—. Si necesitas algo, avísame.
Pero no tenía adónde ir. El trabajo se había esfumado, y con él, su puesto de secretaria del jefe enamorado.
—Quizá sea lo mejor— pensó, y se fue a casa.
Pasó una semana buscando empleo en internet. Había ofertas, pero ninguna le convencía: o quedaban lejos, o el sueldo era bajo, o pedían formación extra.
Gregorio, sin embargo, la llamó antes de que ella pudiera hacerlo:
—Hola, Tatiana. Soy Gregorio. Estoy bien. Mi padre ha vuelto. Quería invitarte a mi cumple el sábado. ¿Puedes venir?
Al principio, dudó. Pero el chico le había caído bien. Y la abuela era encantadora. Aceptó.
El sábado, compró un regalo: una mochila escolar cara pero elegante, y se dirigió a la dirección que él le dio.
Al llegar, se quedó boquiabierta. Una casa nueva, con jardín y camino de gravilla. En la puerta apareció la abuela.
—¡Pasa, Tatiana!— dijo alegremente, mientras Gregorio sonreía detrás.
Entró, dejó el abrigo y entregó el regalo. Entonces, un hombre salió del salón.
—Dmitrio Alejandrovich— se presentó—, padre de este chico.
Tatiana lo miró y se quedTatiana sintió que el corazón le latía con fuerza al reconocer en aquellos ojos la misma mirada sincera y cálida que había heredado Gregorio, y supo, en ese instante, que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.