**Un viejo amigo**
Desde el primer momento, aquel pequeño piso me gustó. Era acogedor, limpio, con muebles de otra época, incluso una vitrina antigua con cristales. Una alfombra colgada en la pared, una tetera en la cocina con restos de humo, y un viejo frigorífico que zumbaba. También había una radio en el salón, de esas antiguas, de donde salía la voz cálida de Radio Nacional, con sus chisporroteos, el leve silbido y aquellas canciones de antes. No había tele, pero no me importaba.
Llegaba del trabajo, subía el volumen de la radio y ponía la tetera al fuego. Después, llenaba la taza de agua caliente, aspiraba el vapor aromático y me quedaba junto a la ventana, mirando la calle. La radio hablaba, y yo miraba el cielo azul oscuro, las estrellas pálidas y difusas, la luna mellada. Y callaba. ¿Con quién iba a hablar? Vivía solo en aquel piso. Así fue hasta que conocí a mi nuevo vecino. Se llamaba Luis. Lucho. Un buen chaval.
Aquel día volví tarde del trabajo, agotado después de horas frente a la máquina, con la espalda tiesa y las piernas como de trapo. Entré en la cocina, y allí estaba él. Lucho. Sentado, mirándome. Primero quise enfadarme, incluso amenazarlo, pero cuando me clavó aquellos ojos brillantes, bajé la mano. Puse la tetera al fuego y me senté a su lado. Yo lo miraba, él me miraba a mí. Y no se iba. Simplemente, callaba.
Serví el té, saqué unas galletas del paquete y las dejé sobre la mesa. Lucho estiró el cuello al verlas. Le ofrecí una, la olió, la rechazó educadamente y se quedó escuchando la radio. Oímos las noticias, nos enteramos de lo que pasaba en el mundo, y luego me fui a dormir. Lucho se quedó en la cocina, pegado a la radio. Por la mañana ya no estaba. Se habría ido a sus cosas. Yo tenía la fábrica y mi máquina fiel; de sus asuntos, no sabía nada. Pero al caer la tarde, cuando volví con la compra, allí estaba otra vez. Había traído boquerones en vinagre, una jarra de cerveza fría y unas magdalenas caseras. Y así empezamos a vivir juntos. Lucho y yo.
Llegaba a casa, servía la cerveza, pelaba los boquerones y charlaba con Lucho. Él no bebía, claro. Solo escuchaba y callaba. A veces, si me alteraba demasiado, empezaba a pasear por la cocina. De un lado a otro. Luego se calmaba y volvía a la mesa. Se sentaba y me miraba con aquellos ojos brillantes. Escuchaba. Y a mí me hacía bien. Hablaba, soltaba toda la amargura, y me sentía más ligero. Lucho lo sabía, por eso no decía nada.
Le encantaba la radio, sobre todo las canciones antiguas. Algunas tardes llegaba y no estaba. Encendía la radio, ponía la tetera, y al volverme… ahí estaba él. Escuchando, con su mirada intensa. Y se le veía feliz, como yo. Cenábamos, oíamos la radio y hablábamos hasta tarde. Le contaba todo: las novedades de la fábrica, el nuevo material que llegaba, cómo Paco, el capataz, casi fue pillado borracho. Incluso le hablaba de mi pasado. Lucho escuchaba atento. En silencio, con los ojos brillando. Era un buen tipo. Le gustaba especialmente cuando le contaba mi época en el servicio militar.
Ay, se lo conté todo. Cómo me enviaron al frente siendo joven, cómo casi me hacen prisionero, cómo ardían los tanques. Le hablaba de la comida caliente, de mi contusión. Y Lucho escuchaba. Era inteligente. No cualquiera sabe acompañar un silencio, pero él lo hacía. Le contaba de mis amigos, de mis compañeros, me secaba una lágrima furtiva, y él me miraba con pena, rozaba mi mano, y todo parecía más liviano. Tuve suerte con mi vecino. Lo quería, y él me quería a mí. Solo le disgustaba que volviera borracho. Me miraba con reproche y se apartaba. Hasta la radio le perdía el interés.
Una noche llegué bebido con los colegas, y al verme, Lucho se escondió en la habitación.