Una Nueva Vida: Del Juicio a la Aceptación

La Nueva Vida de Julia: Del Rechazo a la Aceptación

Faustina apenas podía bajarse del autobús. Las piernas dormidas, las articulaciones doloridas, la maleta parecía pesar el doble. Los pasajeros recogían sus pertenencias con prisa, dispersándose, dejando atrás solo el susurro de sus pasos y el rugir del transporte al marcharse. Faustina, como siempre, no tenía prisa. En casa nadie la esperaba. Se apartó un poco, respiró hondo el aire cargado de olor a hojas mojadas y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que no volvía simplemente a un piso, sino a sí misma.

Su amiga de la infancia la había invitado desde hacía tiempo. Pasaron una semana en una casita de campo—naturaleza, silencio, charlas interminables. Pero al final, Faustina comprendió que extrañaba su propia cama, su taza de té favorita e incluso el leve tictac del reloj en la cocina.

Su marido había fallecido siete años atrás. Al principio, se sintió perdida, sin saber cómo vivir sola. Luego se acostumbró. Su hija se casó y se mudó a Madrid—llamaba poco. La soledad se volvió habitual, como una vieja mantilla con la que arroparse en las noches de invierno.

—Señora, ¿esto es suyo? —El conductor señaló la maleta abandonada junto al autobús.

—Sí —asintió Faustina y la arrastró hacia la parada urbana.

El autobús avanzaba por el asfalto mojado, los charcos reflejaban jirones del cielo. La ciudad la recibía con sus edificios conocidos, paisajes familiares, álamos plateados al borde de la calle. Había crecido aquí, se había casado, había tenido una hija—y ahora regresaba, como si cerrara un gran círculo, al mismo punto.

En la entrada del edificio, como siempre, estaban las dos guardianas eternas—Rosario y Encarna. Ambas rollizas, como rosquillas rellenas, siempre comentando algo y evaluando con miradas ceñudas a cada transeúnte.

—¿De dónde vienes, Faustina? —le clavaron la mirada al unísono.

—Visité a una amiga —respondió cortante, ya extendiendo la mano hacia la puerta, pero la detuvieron.

—En tu ausencia, todo se revolvió en tu piso…

—¡Llegó una a la cuarta planta! ¡Una muchacha altísima, parece un palo de escoba!

—¡Trajeron muebles nuevos! ¡Un coche caro los llevó! ¡Y tiene un gato blanco, peludo!

—¡Será una cualquiera, se nota de lejos! ¡El hombre que la trajo es viejo, podría ser su padre!

Faustina escuchó en silencio—sus vecinas, como siempre, lo sabían todo. Podías preguntarles hasta de los muertos del cementerio. Lo importante era que el piso se había arreglado sin ella—las paredes no temblaron por el taladro.

El apartamento la recibió con silencio y el aroma del polvo familiar. La tetera en la cocina, el agua caliente, su taza preferida—todo en su lugar. Apenas se acomodó frente al televisor cuando llamaron a la puerta.

En el umbral estaba la famosa “palo de escoba”. La joven era, en efecto, deslumbrante: bronceada, cabello claro, pantalones cortos, brazos delgados. Pero en sus ojos había algo más: cansancio, cautela, melancolía.

—Buenas tardes, soy su nueva vecina. Escuché pasos y quise presentarme. Me llamo Julia.

El nombre sonó inesperadamente sencillo. No Milagros, no Angélica—Julia.

Faustina la invitó a tomar té. La muchacha resultó educada, inteligente. Sin afectación ni arrogancia.

—¿Ya le habrán contado cosas de mí? —preguntó Julia con una sonrisa.

—Algo he oído —respondió Faustina con honestidad—. Pero yo confío en lo que veo.

Julia, poco a poco, se abrió. Contó su historia: un padre alcohólico, su huida de un pueblo remoto, el hombre que la acogió, le dio techo y estudios. El único hombre en su vida. Sí, estaba casado. Pero ella no le robó nada a nadie.

—La gente juzga por las apariencias —dijo Faustina en voz baja—. Pero no mira dentro. No te preocupes, te entiendo.

Poco a poco, nació entre ellas un vínculo—tranquilo, cálido, casi familiar. Hasta la invitó a su cumpleaños. Las vecinas resoplaron: —¿La has invitado? —Pero luego fueron ellas mismas. Con vestidos brillantes, aperitivos y desconfianza.

Julia ayudó a cortar ensaladas, vestida con sencillez—humilde, amable, acogedora. Hasta Rosario y Encarna se ablandaron. Cuando Julia cantó “Clavelitos,” todas corearon. Al final de la noche, el marido de una de ellas, ya alegre, repartió halagos a las tres. Pero nadie se ofendió. Esa noche, casi fueron amigas.

Y luego comenzó la verdadera vida. Julia encontró trabajo, se casó, tuvo una niña. Encarna ayudó con la bebé, Rosario llevó puchero.

El pasado se olvidó. Solo quedó una mujer cálida y auténtica llamada Julia—de buen corazón, mirada sincera. ¿Y no es eso lo que importa?

Todos merecen una oportunidad. A veces, solo hace falta alguien que diga: “Te entiendo.”

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