**Diario Personal**
Cada noche, justo a las ocho en punto, Iker apagaba la luz de la cocina y se sentaba junto a la ventana. Este ritual era su salvación, un hilo invisible al que aferrarse para no desmoronarse. El día terminaba con ese instante, un momento en el que podía simplemente estar, sin hablar, sin explicar, solo existir.
En la ventana de enfrente, en el séptimo piso del viejo edificio de la calle del Olivo, se encendía una luz amarilla y tenue. No de inmediato, sino con un parpadeo lento, como si alguien dudara: ¿merece la pena encenderla? ¿Será demasiada luz para tanta oscuridad? Iker ya conocía ese titilar de memoria, era una señal: algo estaba a punto de ocurrir. Algo pequeño, no para todos, solo para quienes saben esperar.
Entonces aparecía ella. Delgada, con un pañuelo que se ajustaba o retiraba con gesto ausente. A veces con una taza, a veces con un libro. Otras, con una mirada tan cansada que el día parecía no haber durado horas, sino siglos. Se sentaba frente a la ventana sin mirarlo directamente, pero como si ambos observaran lo mismo: el ocaso, el reflejo, el silencio. Iker la llamaba mentalmente *la mujer de la ventana*. Sin nombre, sin palabras. Solo luz y sombra.
No se conocían. Él ignoraba su nombre, nunca había oído su voz. Pero cada aparición era un susurro compartido: *estás vivo, yo también estoy aquí*. Noche tras noche, Iker posponía todo hasta las ocho. Después, solo quedaba la ventana. Como si el resto del mundo perdiera sentido, y ese pequeño instante fuera lo único que le recordaba que existía. Empezaba a vivir al anochecer, mientras su silueta permanecía iluminada por aquella lámpara.
Hacía dos años que Iker había perdido a su esposa. Rápido, cruel, sin piedad. Ni siquiera tuvo tiempo de asustarse. Diagnóstico, quimioterapia, oxígeno, silencio. La muerte no llegó con dramatismo, solo apagó la vida, como quien corta la luz de un pasillo. Él se quedó. Solo. No un viudo, sino una sombra. Al principio, bebió. No para olvidar, sino porque no sabía cómo llenar el vacío. Luego, simplemente calló. No por dolor, sino porque dentro… no había nada.
Contaba las gotas del grifo. El chirrido del ascensor. Los tonos de llamada. Trabajaba a distancia, mecánicamente, como un autómata. Los amigos desaparecieron. Algunos solos, otros porque él los apartó. La vida se convirtió en un vacío insonoro. Hasta que, una primavera, apareció ella.
Al principio, solo vio una sombra. Un perfil difuso. Después, un rostro. Una mirada tranquila, sin curiosidad, sin intromisión. Neutral. Cálida. Que no pedía nada.
Una tarde llegó tarde de la farmacia. La luz ya estaba encendida. Ella estaba allí. Sin libro, sin taza. Solo sus ojos y una quietud tensa, como si esperara. O recordara. Iker se acercó a la ventana. Con timidez, conteniendo el aliento. Alzó la mano. Leve, casi imperceptible. Sin expectativas. Ella no respondió, pero tampoco apartó la mirada. Permaneció. Y eso fue suficiente para que algo en él se estremeciera.
Al día siguiente, ella no estaba. La lámpara seguía encendida, pero el espacio estaba vacío. Solo el gato, agazapado, con la cola enroscada en las patas. Miraba directamente hacia abajo. Hacia él. Como si supiera. Como si dijera: *espera*.
Iker no podía estarse quieto. El corazón le latía fuerte. No por miedo, sino por algo casi olvidado: inquietud, preocupación. Hasta salió a la calle, rodeó el edificio y se plantó frente al portal contrario. Alzó la vista: la misma ventana, el mismo silencio. No se atrevió a llamar. No podía. Era su pacto no dicho: estar cerca, sin cruzar límites.
Dos días después, ella regresó. Moviéndose con lentitud, como si avanzara entre algodones. Llevaba un vendaje en el brazo. Sus gestos eran contenidos, pero su mirada era la misma. Solo un poco más profunda. Más firme. Él volvió a levantar la mano, vacilante. Y ella… respondió. Con un leve movimiento, cansado, pero claro. Como diciendo: *estoy aquí. Te veo*.
A la mañana siguiente, encontró un papel bajo su puerta. Sin sobre, doblado por la mitad, con marcas en los bordes, como si quien lo escribió lo hubiera sostenido mucho antes de soltarlo. La letra era femenina, redondeada:
*«Gracias por mirar. Yo también miro. Eso importa mucho».*
Leyó esas palabras una y otra vez. Como un conjuro. Como prueba de que nada era en vano. Que el silencio podía hablar. Que podías ser visto, incluso si nadie pronunciaba tu nombre. Incluso si ya no sabías quién eras sin ella.
Volvió a sentarse frente a la ventana. La luz se encendió. Ella apareció. Y ya no hubo soledad, ni distancia. Solo estaban ella y él. Dos siluetas en ventanas opuestas. Dos vidas que ya no resonaban en el vacío.
A veces, para seguir viviendo, no hacen falta palabras grandilocuentes. Ni promesas. Basta con que alguien, aunque sea al otro lado de la calle, te note. Que alguien te vea. Que puedas decir, aunque sea en silencio: *estoy aquí*. Y recibir como respuesta, no una voz, sino una luz.
La luz que se enciende cada noche en la ventana de enfrente.