Baile para dos: un encuentro tras una crisis inesperada

El Baile de Dos: una historia que comenzó con una crisis hipertensiva

Nina Alejandra llegó a un pequeño balneario en la costa andaluza con la esperanza de descansar por fin, lejos del trabajo, las llamadas y las preocupaciones. Pero su descanso comenzó con un giro inesperado: en el pasillo, una joven mujer con bata blanca chocó contra ella, asustada y desorientada.

—¡Por favor, ayúdeme! ¡Hay un hombre en la habitación de al lado que está muy mal! ¡Necesito un médico!

—Soy médica—respondió Nina sin dudar—. Muéstreme.

En la habitación, un hombre pálido yacía en el sofá. Nina tomó el control: midió su presión, diagnosticó un ataque de hipertensa y le administró los medicamentos necesarios.

—Todo está bien—dijo cuando el médico de guardia y una enfermera irrumpieron en la habitación—. La presión subió, pero ya está controlada.

—Disculpe, ¿usted trabaja aquí?—preguntó el hombre, recuperándose lentamente.

—No, solo estoy de vacaciones. O al menos, eso intentaba—respondió con una sonrisa.

Así conoció a Arturo Valeriano, su vecino de piso: un hombre elegante, con sienes plateadas, mirada inteligente y una sonrisa melancólica.

**Un romance frustrado y una tarde en la glorieta**

Más tarde, Nina vio a Arturo cenando junto a una rubia escultural, vestida con un ajustado vestido y expresión aburrida. En la mesa contigua, una de las ancianas susurró:

—Esa joven seguramente está con él por su dinero, pero su salud ya no es la de antes. Además, dicen que anda liada con el encargado del balneario. Por eso al pobre hombre le subió la presión.

Nina escuchó sin querer. Conocía demasiado bien esas historias. Su propio esposo la había abandonado por una mujer más joven tras veinte años de matrimonio. Se fue en busca de “un nuevo aire” y nunca miró atrás.

Aquel engaño no la amargó, pero la hizo cautelosa. Su trabajo, sus hijos y su voluntad de hierro la mantuvieron en pie. Ahora, años después, sus hijos le habían regalado esta estancia para que viviera un poco para sí misma.

Encontró refugio en una glorieta escondida del jardín, bajo la sombra de los árboles. Allí, con un libro en las manos, apareció Arturo.

—¿Puedo acompañarla? Este rincón es un paraíso.

—Claro. Aunque su acompañante quizá lo esté buscando.

—Que busque—dijo él, despreocupado—. Así gasta sus energías en otra cosa.

**El baile que lo cambió todo**

La conversación se alargó. Arturo resultó ser un hombre culto, con humor fino y mirada profunda. Hablaron hasta la hora de comer y, al atardecer, quedaron para pasear junto al mar.

—Nina Alejandra, ¿le gusta bailar?—preguntó de repente.

—Hubo un tiempo en que lo hacía con alegría…

—¡Pues vamos! Entre mis contemporáneos del comedor, nosotros pareceremos jóvenes.

Ella rio, bailó y se sorprendió de lo ligero que se sentía su corazón.

Desde entonces, se veían cada día. A veces se unía aquella rubia, Olga, aunque bostezaba ante sus conversaciones y no entendía sus bromas.

**Celos y un final anunciado**

Una noche, Nina escuchó un escándalo en la habitación de Arturo. Una voz femenina gritaba:

—¡Siempre estás con esa médica vieja! ¡Aquí no tengo nada que hacer!

Nina sonrió. “Vieja”… qué curioso, viniendo de alguien a quien le faltaba tanto elegancia como inteligencia.

A la mañana siguiente, Olga se marchó. Arturo respiró aliviado.

Pero Nina seguía preguntándose: ¿qué buscaba él? ¿Amistad? ¿Gratitud? ¿O solo un médico cerca?

Sin embargo, nunca le habló de su salud. Nunca pidió consejo.

**El día familiar**

El domingo, los hijos de Nina llegaron de visita: su hijo con su esposa, su hija con los nietos. Organizaron un almuerzo fuera del balneario. Arturo los observó desde lejos.

Ella lo invitó. Lo presentó como su vecino. Arturo se integró con naturalidad, ayudó con la parrilla, rio y escuchó.

Al caer la noche, cuando todos se marcharon, se encontraron en la entrada.

—Parece triste. ¿Todo bien?

—Los niños se han ido. Siempre duele un poco.

—Tiene una familia maravillosa—dijo él—. Le envidio, en el buen sentido. Mi hijo y yo… no tenemos esa relación. Su madre murió en un accidente cuando él tenía diez años. Yo sobreviví, ella no. Él creció con mis padres, mientras yo intentaba olvidar: primero en fiestas, luego en el trabajo. No quise volver a casarme. Hasta que aparecieron mujeres como Olga…

—Lo entiendo.

—Desde el primer día que la vi, pensé: si mi esposa hubiera vivido, habría sido como usted.

—No sé… Ya no confío en los hombres. He vivido demasiado.

—Y aún así… ¿Acaso estamos condenados a morir solos?

Hablarón hasta el amanecer. Dos almas sabias, marcadas por la vida, encontraron en el otro lo que creían perdido.

Y cuando llegó la hora de partir, hicieron las maletas juntos. Porque sabían que aquello no era un simple encuentro. Era un comienzo. El comienzo de algo que, hasta entonces, parecía imposible.

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