Él me echó, acusándome de la enfermedad del niño: “No eres una madre, eres un castigo”.
—¿Qué has hecho? ¡Por tu culpa el niño se ha puesto enfermo! ¡Lárgate! ¡Ahora mismo! ¡No quiero verte más en esta casa! —gritaba él, sin el más mínimo atisbo de duda en su voz. Solo rabia y acusaciones.
Así, Pablo puso el punto final. No a una conversación, sino a nuestra familia.
Estaba convencido: todo lo que le pasaba a nuestro hijo era culpa mía. La fiebre, la tos, las lágrimas del niño… Todo, según él, por mi culpa. Que si era una mala madre, que si no lo cuidaba bien, que “nada me sale como debería”. Era imposible hacerle cambiar de opinión. No me escuchaba, no quería escucharme.
Me apoyé contra la pared del pasillo mientras él recorría el piso como una furia, cerrando puertas de golpe, moviendo ropa del niño de un lado a otro con rabia. En la otra habitación, nuestro hijo estaba acostado, ardiendo de fiebre, adormilado, débil. Yo había pasado toda la noche con él, dándole agua, bajándole la fiebre, sin separarme ni un instante. Y ahora… “Lárgate”.
Cuando Pablo terminó de acostar al niño, se acercó a mí. Su rostro era frío. En sus ojos, una determinación glacial.
—¿Por qué sigues aquí? Ya te lo he dicho: vete. Olvídate del niño. No necesita una madre como tú. Y no quiero volver a verte.
No grité. No discutí. Solo susurré que amaba a mi hijo, que estaba dispuesta a cambiar, a ser mejor. Le rogué que parara. Pero no quiso escuchar.
—Solo estorbas. Solo le haces daño, Lucía —dijo, como si escupiera las palabras—. Ya lo tengo todo claro.
Preparó mi mochila. Abrió la puerta en silencio. Y señaló la salida.
No recuerdo cómo terminé en la calle. Todo se veía borroso. Hacía frío, mis manos temblaban, y solo una idea resonaba en mi cabeza: “He dejado a mi hijo… Me han echado de la vida de mi niño”.
Pablo no cogió el teléfono al día siguiente. Ni una semana después. Me bloqueó en todas partes.
Envié mensajes, llamé a su madre, le rogué que al menos me dejaran ver a mi hijo. Pero nadie respondió. Era como si hubiera dejado de existir.
Yo soy su madre. Llevé a este niño en mi vientre durante nueve meses. Lo di a luz, le canté nanas, pasé noches en vela a su lado, lo abracé cuando le dolían los dientes.
Y ahora… soy “nadie”.
Pablo decidió que tenía derecho a quitarme a mi hijo. No un juez, ni los servicios sociales. Solo un hombre enfadado porque el niño se resfrió.
Y yo no tenía la culpa. Era un simple resfriado. Otoño, corrientes de aire, la guardería donde todos los niños estornudan. Pero para Pablo fue la excusa. La excusa para rematarme. Para culparme.
No sé cómo terminará esto. Pero no me rendiré. Encontraré la manera. Aunque tenga que ir a los tribunales, aunque tarde años… pero recuperaré a mi hijo.
Porque yo soy su madre. Y ser madre no es un puesto temporal. Es para siempre. Aunque de repente tu vida quede al otro lado de una puerta cerrada.