Cicatrices de la Traición

**Heridas de Traición**

Aún tenía las manos mojadas al terminar de fregar los platos cuando el timbre del teléfono rompió el silencio de la cocina en aquel pueblo cercano a Sevilla. Secándose los dedos con el paño, cogió el auricular.
—¡Olga, hola, cariño! —sonó la voz melosa de tía Nuria.
—Buenas noches —respondió Olga, con frialdad.
—Olguita, mi hijo se muda a Sevilla y necesita un sitio donde quedarse. ¿Puede ser en tu casa? —canturreó la tía.
—¡No! ¡Ni hablar! ¡Arreglénselo solos! —cortó Olga, sintiendo el calor subirle a las mejillas.
—¿Cómo dices eso? Somos familia —balbuceó Nuria, desconcertada.
—Después de lo que hicieron, no quiero saber nada de ustedes —repitió con firmeza.
—¿De qué hablas? ¿Qué hice yo? —en la voz de la tía asomó el pánico.

—Olga, no me dirás que no, ¿verdad? —la voz de Nuria goteaba dulzura, como si concediera un favor, no pidiera ayuda.

Olga se apoyó en el alféizar, apretando los puños. Estas conversaciones se repetían demasiado. Otra vez tendría que sacrificar sus planes por “la familia”.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, presintiendo la respuesta.
—¡Tu sobrina necesita ayuda con las mates! —empezó Nuria, atropellada—. Los exámenes están cerca, y el profesor es un ogro, suspende a medio curso. Tú siempre fuiste lista, ¿podrías echarla una mano?

Olga apretó los dientes. Ya había dado clases gratis a cuatro primos. Pero decir “no” no era opción—así la habían criado.
—Vale —suspiró, odiándose por su debilidad.

En su casa, ayudar a los parientes era ley sagrada. Sus padres le enseñaron desde pequeña que la familia era un pilar, que no se abandona a los tuyos. Daban tiempo y dinero sin medir. Si alguien necesitaba algo, ellos respondían.
—¿Cómo podríamos negarnos? Algún día nos tocará a nosotros —repetía su madre.

Olga lo creyó.

No eran ricos, pero tenían una pequeña tienda. Vivían con lo justo, pero estables. Eso bastó para convertirse en el “banco” de toda la parentela. Alguien venía a Sevilla y se quedaba en su casa, ahorrándose el hotel. Otros pedían préstamos que jamás devolvían. Si había que colocar a un primo en algún sitio, recurrían a su padre.

Olga tampoco se quedó atrás. Tras la universidad, se volvió la profesora particular gratis de sobrinos, primos segundos y parientes lejanos. Pasó años dedicando tardes a sus hijos, robándole horas a su vida. Estaba segura: si su familia necesitaba ayuda, la recibirían.

Esa fe se hizo añicos.

—¿Están seguros? —la voz de Olga tembló; sus uñas se clavaron en el borde de la mesa.

El médico la miró con lástima, acostumbrado a dar malas noticias.
—Lo hemos confirmado tres veces —dijo en voz baja—. Hay que empezar el tratamiento ya.

Olga asintió, sintiendo que el suelo cedía. Pensar que no estaban solos era su único consuelo.

En casa, el silencio era denso. Su padre miraba la pared sin ver. Su madre iba de un lado a otro con el móvil en la mano, pero no se atrevía a llamar. Olga los observó y supo que no podían rendirse.
—Lo superaremos —rompió el hielo—. Somos muchos. Podemos con esto.

Su padre respiró hondo.
—¿Y el dinero? Es una fortuna…
—Ya lo encontraremos —cortó su madre.

Lo vendieron todo: el piso de Olga, el coche, las joyas, hasta los muebles. Sacaron los ahorros del negocio. Pero faltaba. Entonces hicieron lo natural: pedirle a esa familia a la que siempre habían ayudado.
—Tenemos un problema —tembló la voz de su madre—. Necesitamos ayuda. Lo que sea, lo que podáis.

Silencio. Luego, excusas.
—Ánimo —soltó una tía—. Os ayudaríamos, pero nosotros tampoco llegamos…
—Qué pena —se sumó un tío—. Estamos hasta el cuello con la hipoteca…
—Yo daría, pero tengo el dinero en un plazo fijo —dijo una prima con indiferencia.

Olga escuchó, incrédula. Los mismos que durante años vivieron a su costa, ahora no podían soltar ni mil euros.

Solo un primo lejano respondió. Mandó algo, poco, disculpándose. Ella supo que para él era mucho y se lo agradeció.
—Gracias —musitó, conteniendo las lágrimas.

Después, apagó el móvil y cerró los puños. Saldrían adelante. Aunque nadie más creyera en ellos.

Tuvieron que pedir un crédito con la casa como garantía.
—¿De verdad vamos a hacer esto? —su voz quebró; se agarró la cabeza.
—No hay alternativa —respondió su madre, exhausta.

Estaban en la cocina, rodeadas de facturas y cálculos. Afuera anochecía, pero no encendieron la luz—ahorraban hasta en eso.
—Si no lo pagamos, lo perderemos todo —susurró Olga.
—Si paramos, perderemos a tu padre —sentenció su madre.

El dinero llegó rápido, pero se esfumó igual. Cada céntimo fue a tratamiento, cada prueba era una esperanza. Olga dejó de contar viajes al hospital, análisis, recetas.

Su padre mejoró. Era lo único que importaba.
—Hay progresos —dijo el médico, quitándose las gafas—. Pero no bajemos la guardia. Queda camino.

Su madre exhaló; Olga asintió. Estaban listas.

Trabajaron como bestias. Su madre llevaba el negocio y tres contabilidades ajenas. Olga hacía de todo: su empleo por la mañana, clases particulares por la tarde, traducciones de madrugada.
—¿Cuándo dormiste? —preguntó su madre al verla en la cocina a las cinco.
—No lo recuerdo —se rio Olga, preparando café.

Se miraron y sonrieron. Era duro, pero no claudicarían.

Dos años de lucha. De agotamiento, noches en vela, números interminables. Pero su padre volvió a caminar, a trabajar, a ser él.

Una noche, se sentó a la mesa, miró a su mujer y a su hija, y dijo:
—Gracias.

Olga apretó su mano sin hablar.

Entonces, la familia reapareció.
—¡Olga, hola, vida mía! —trinó tía Nuria—. ¡Os habéis esfumado! ¿Cómo está tu padre? ¿Todo bien?

Olga se aferró al sillón, sin creer lo que oía. La tía hablaba como si esos dos años de desesperación no hubieran existido.
—Sí, bien —respondió helada.
—¡Me alegro! —se animó Nuria—. Pensé que estabas enfadada. Pero la familia perdona, ¿no?

A Olga se le secó la garganta.
—¿Necesitas algo? —preguntó, oliendo la trampa.

Pausa. Luego, lo esperado:
—Mi hijo va a Sevilla, necesita un sitio unos días mientras busca piso…

—No tenemos espacio. Mi padre está en recuperación —cortó Olga y colgó.

Tras su mejoría, el teléfono no paró. Los mismos que estuvieron mudos dos años, ahora se ofendían porque ella “se alejaba”.
—¡Somos familia! —protestaba una prima—. ¡Y tú actúas como si no!
—¿Acaso no lo hicieron ustedes? —replicó Olga.

Quienes sí tuvieron dinero para—¿Y tú crees que ellos estarían aquí si estuviéramos en su lugar? —preguntó su padre, cerrando la puerta tras otro intento de “reconciliación”.

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