Papá por un Momento: El Regreso del Calor

*Diario Personal*

Lo vi entre los estantes del pan en el supermercado. Un niño, quieto, como si no estuviera eligiendo hogazas, sino esperando a alguien que tal vez nunca regresaría. Delgado, con una chaqueta gastada y un bolsillo roto, zapatos sucios y desgastados, una gorra torcida en la cabeza. Sus mejillas, rojas por el frío, y unos guantes raídos como juguetes olvidados.

Su mirada no era la de un niño. No había súplica ni confusión, solo una esperanza silenciosa. Una mirada adulta, de quien sabe demasiado pronto que no hay ayuda a la vista. Directa, analítica, serena.

Ya había pasado de largo, incluso había cogido mi barra de pan habitual, pero algo me hizo volverme. El niño seguía allí, pegado al suelo, como si creyera que, con solo quedarse, algo cambiaría.

Esa expresión me resultaba dolorosamente familiar. Quince años atrás, cuando daba talleres en un orfanato, había un chico con la misma mirada. Un grito mudo: *”fíjate en mí”*.

Minutos después, lo vi en la caja. Llevaba dos caramelos en la mano. Sin cesta. La cajera, con voz rutinaria, mencionó que faltaba dinero. Él no discutió, solo dejó un caramelo y entregó lo que llevaba. Sus movimientos eran secos, precisos. Como un adulto acostumbrado a restar lo que no puede permitirse.

—Oye —me acerqué, hablando bajo—, ¿quieres que te compre algo? Pan, leche, quizá salchichas. No te asustes, solo es un gesto. ¿Vale?

Me miró. Sin miedo, pero con una cautela que ningún niño debería conocer.

—¿Por qué? —preguntó, simplemente.

No era un desafío. Solo una pregunta. Fría, como si evaluara si valía la pena hablar.

—Porque puedo. Porque mereces más que un caramelo.

—Nadie hace las cosas porque sí —respondió—. ¿Es usted padre de alguien?

—Lo fui. Tengo una hija. Vive con su madre en Barcelona. Le escribo, no olvido su cumpleaños. Pero sé que no es suficiente.

Asintió levemente, como si ya lo supiera.

—Bueno. Cómpreme patatas. Calientes. Y una salchicha. Solo una. Sin mostaza. Es… demasiado fuerte.

Salimos. El frío cortaba, y la parada del autobús estaba helada. Le entregué la bolsa sin ceremonias.

—¿Dónde vives?

—Cerca. Pero no quiero ir. Mi madre duerme. Tal vez mañana también. Prefiero estar aquí. En el banco. La gente no mira tanto.

Nos sentamos. Observé cómo comía. Con lentitud, con dignidad. Como un adulto en una reunión formal. Masticaba la salchicha con cuidado, sin prisa. Tenía más paciencia que muchos hombres.

—Soy Adrián. ¿Y usted?

—Marcos.

—¿Podría… ser mi padre? Solo una hora. No en serio. Solo para fingir que todo es normal.

Se me cerró la garganta. Asentí.

—Puedo.

—Entonces dígame que no salga sin gorra. Que me voy a resfriar. Y pregúnteme por el colegio.

—Adrián, ¿dónde está tu gorra? Con este frío, vas a pillar algo. ¿Y qué tal en mates?

—Un suficiente. Pero en comportamiento, sobresaliente. Ayudé a una señora a cruzar la calle. Se le cayó la bolsa, pero la recogí. Dijo que lo importante es intentarlo.

—Es verdad. Pero ponte la gorra. Hay que cuidarse.

Sonrió. Terminó de comer, se limpió las manos. Como un adulto antes de una reunión.

—Gracias. Los demás dan pena o consejos. Usted solo estuvo ahí. Eso… está bien.

—Si vuelvo mañana, ¿vendrás?

—No lo sé. Quizá mi madre despierte. O no. Pero, si vengo, lo recordaré. Usted es sincero.

Se levantó. No se despidió, solo dijo “hasta luego”. Se alejó con pasos ligeros, pero con esa quietud de quien sabe que nadie correrá tras él.

Me quedé. Luego tiré el vaso vacío. Miré hacia donde había ido. Dentro de mí, algo pesaba. Quería detenerlo. Pero sabía que no podía derribar los muros que él mismo había construido para sobrevivir.

Al día siguiente, volví. Y al otro. Me sentaba en el mismo banco, con un café o un periódico, como si solo descansara. A veces, Adrián no aparecía. Y dolía. Pero cuando llegaba, con la misma chaqueta, la misma mirada, sentía que algo dentro de mí revivía.

Una tarde, se acercó con dos vasos de plástico. Envoltorios de papel alrededor. Me dio uno:

—Hoy usted fue mi padre. Ahora yo seré su hijo. ¿Le importa?

No respondí. Solo cogí el té. Sonreí. Sin palabras. Porque a veces… basta con estar ahí. Sin condiciones. Sin promesas. Solo estar.

Rate article
MagistrUm
Papá por un Momento: El Regreso del Calor