Ventanas abiertas
Juliana escuchó su propia voz por primera vez en muchos meses. Sonó ronca, apagada, como si se hubiera abierto paso a través de una capa de polvo acumulada en sus cuerdas vocales y en el tiempo:
—Buenos días.
No era un saludo. Era un intento. La voz parecía insegura de si tenía derecho a resonar. Sonaba como si perteneciera a otra vida, una en la que por las mañanas se cerraba de golpe la puerta del baño, el hervidor silbaba en la cocina y unos piececitos descalzos corrían hacia ella para enseñarle cómo había crecido un garbanzo en algodón dentro de un tarro de miel.
Juliana abrió los ojos en un silencio denso. El techo, opaco y grisáceo como un cielo desvaído, se extendía sobre ella sin vida. La casa estaba caliente, pero una ligera corriente de aire movió la cortina—otra vez había dejado la ventana abierta. O quizás no la olvidó, sino que la dejó así a propósito. Tal vez de ahí volvería a llegar una risa infantil. O pasos. O una respiración.
Permaneció inmóvil, boca arriba, como si creyera que, si miraba fijamente las grietas en la pintura, aparecería un camino. Un mapa que le mostrara cómo salir de esa habitación infinita y gris, y sobre todo, de sí misma.
En la cocina, todo seguía en su lugar. Una taza con posos de café en el alféizar, como si esperara que el ayer comenzara de nuevo. Una manzana oscurecida en la tabla, olvidada como conversaciones sin terminar. Y la foto en la nevera: un niño de seis años, disfrazado de astronauta, con una sonrisa tan amplia y franca que parecía a punto de preguntar: “Mamá, ¿de verdad voy a volar?”
No había tocado la foto en más de un año. Su mano se detenía en el aire, temerosa de borrar el recuerdo. La imagen se sostenía con un imán de una clínica oftalmológica infantil—irónico, si lo pensabas. Aquel día solo fueron “a revisarse”, porque el niño decía que las letras se escapaban. Y al final… no terminó con unas gafas o un diagnóstico. Terminó de otra manera. Con algo para lo que nadie está preparado. Y de lo que no hay vuelta atrás.
Junto a la entrada, unos zapatitos deportivos con velcro azul. Cubiertos de polvo. Silenciosos. Testigos mudos del tiempo. Juliana pasaba junto a ellos cada día con un escalofrío, como si temiera que, al rozarlos, todo se derrumbaría. Parecían solo un par de zapatos: plástico, tela, suela. Pero en realidad eran toda una vida. Un universo en veinte centímetros.
Antes le gustaban las mañanas. Preparaba café, ponía música. Ahora solo agua hervida con té verde, sin azúcar, sin limón. La amargura bajaba por su garganta como palabras no dichas. Fuera, la ciudad despertaba lentamente: autobuses, humo de cigarros, ladridos, gritos de vecinos. La ciudad vivía sin saber que alguien, en algún lugar, había dejado de hacerlo hacía tiempo.
Juliana daba clases de literatura. En el instituto de Toledo. Adoraba a Quiroga—por su contención, por el dolor entre líneas, por los silencios en los que podía refugiarse. Después de todo… dejó de ir. Primero, una baja médica. Luego, la nada. No volvió. No podía. Y después, ya no quiso. Leer se hizo insoportable: las palabras le rasgaban el pecho desde dentro.
En primavera, una amiga la arrastró a un grupo de apoyo. Olía a café barato de máquina, las paredes estaban grises, desgastadas por el tiempo y las historias ajenas. Recordaba a una mujer con un jersey rojo que había perdido a su marido. A un chico de unos veinte años, que se aferró a su mochila en silencio toda la tarde. Nadie gritaba. Pero el aire vibraba de dolor, como una cuerda tensa.
Juliana se sintió fuera de lugar. Como si su pérdida fuera demasiado íntima. Demasiado invisible. Sin tumba, sin fecha, sin despedida. Como si no tuviera derecho a sufrir en voz alta. Y se fue. Sin ruido. No regresó.
A veces escribía cartas. No las enviaba. Solo las guardaba. En su ordenador tenía una carpeta llamada “Borradores”. Le escribía a él.
“Ahora estarías en primero de primaria. Seguro que odiarías la avena. Discutiríamos por las mañanas. O quizás serías tranquilo. Sabrías cómo huelen mis trenzas. Te haría coletas si fueras una niña. Pero eres un niño. Mi astronauta. Mi ‘mira, mamá’. Mi esperanza.”
A veces no terminaba las frases. Solo un punto final. Sin explicaciones.
Hoy su voz no surgió del vacío, sino de algún lugar profundo. No suplicaba, no llamaba, no dolía. Simplemente existía. Y de pronto, eso era suficiente.
Por primera vez en mucho tiempo, Juliana quiso salir. Solo eso. Salir. Sin motivo. Sin destino. Solo pisar la calle. La tierra que hacía tanto no sentía sus pasos.
Sacó el abrigo. Hacía años que no se lo ponía. Se calzó las botas. Se detuvo. Escuchó crujir el parqué viejo bajo sus pies. Dentro de ella, un temblor extraño. No era miedo. No era dolor. Era otra cosa. Como si algo estuviera volviendo.
Se acercó a la nevera. Tomó la foto. Retiró el imán con cuidado. Pasó un dedo por la cara de su hijo, por su sonrisa amplia, tan viva.
—Vamos, astronauta. Tengo que aprender a vivir otra vez—, susurró.
Abrió la puerta. Dio un paso. Luego otro.
Y por primera vez en todo ese año—cerró la ventana.
No por dolor. No por miedo. Solo porque entendió que ahora… podía. Y tal vez, debía.