Un Papá por Un Momento: El Regreso del Calor

Papá por una hora: cuando el calor regresa

Valerio vio al niño junto a los estantes del pan en el supermercado. Estaba inmóvil, como si no eligiera barras de pan, sino que esperara a alguien o algo que tal vez nunca volvería. Delgado, con una chaqueta gastada y un bolsillo roto, zapatos sucios y desgastados, una gorra torcida en la cabeza. Sus mejillas estaban rojas por el frío, y los guantes parecían juguetes viejos, estirados y ajenos.

Su mirada no era la de un niño. No había súplica ni confusión, solo una espera silenciosa, interna. La mirada de un adulto que había aprendido demasiado pronto que no podía esperar ayuda. Era directa, analítica, terriblemente serena.

Valerio ya había pasado de largo, incluso había cogido su barra de pan de siempre, pero dio media vuelta. El niño seguía allí, pegado al suelo, como si creyera que, con solo quedarse, algo cambiaría.

Esa mirada le resultaba dolorosamente familiar. Quince años atrás, en un orfanato donde daba talleres como voluntario, había un niño con los mismos ojos. No había palabras, solo un grito mudo: «fíjate en mí».

Minutos después, lo vio otra vez en la caja. El niño llevaba dos caramelos en la mano, sin cesta. La cajera, con voz cansina, le dijo que faltaba dinero. Él no discutió, solo devolvió un caramelo y entregó las monedas. Sus movimientos eran secos, precisos, como los de un adulto acostumbrado a restar de la vida lo que no podía pagar.

—Oye —Valerio se acercó, hablando bajo—, déjame comprarte algo. Pan, leche, tal vez unas salchichas. No te asustes, solo quiero ayudar. ¿Vale?

El niño lo miró, sereno, sin miedo, pero con una cautela demasiado madura para su edad.

—¿Por qué? —preguntó, sin emociones. Como una prueba: ¿valía la pena hablar?

—Porque puedo. Porque mereces más que un caramelo.

—Nadie hace las cosas porque sí —respondió—. ¿Usted es padre de alguien?

—Lo fui. Tengo una hija. Ya no vivimos juntos, está con su madre en Zaragoza. Le escribo. No olvido su cumpleaños. Pero sé que no es suficiente.

El niño asintió para sus adentros, como si ya lo hubiera escuchado antes. O como si lo supiera por experiencia propia.

—Bueno. Cómpreme unas patatas. Calientes. Y una salchicha. Solo una. Sin mostaza. Es… demasiado fuerte.

Salieron a la calle. El frío mordía, el viento azotaba la parada del autobús. Valerio le entregó la bolsa sin darle importancia.

—¿Dónde vives?

—Por aquí cerca. Pero no quiero ir a casa. Mi madre duerme. Está cansada. Quizá mañana siga durmiendo. Prefiero quedarme en el banco. Aquí la gente no me mira.

Se sentaron. Valerio observó cómo el niño comía. Lento, con dignidad, como un adulto en una reunión formal. Mordía la salchicha con cuidado, sin ansiedad. Parecía tener más paciencia que muchos hombres.

—Me llamo Adrián. ¿Y tú?

—Valerio.

—¿Podrías… solo un rato… ser mi padre? Una hora, nada más. Para fingir que todo es normal.

A Valerio se le cerró la garganta. Asintió. Lento. Sincero.

—Sí.

—Entonces dígame que no puedo salir sin gorra. Que me voy a resfriar. Y pregúnteme cómo me fue en el cole.

—Oye, Adrián, ¿dónde está la gorra? Hace un frío que pela, y tú como en agosto. Y dime, ¿qué tal matemáticas?

—Suspenso. Pero en comportamiento saqué un sobresaliente. Ayudé a una abuela a cruzar la calle. Se me cayó la bolsa, pero lo recogí todo. Dijo que lo importante es intentarlo.

—Tiene razón. Pero ponte la gorra. Hay que cuidarse. Solo tienes un cuerpo.

Adrián sonrió. Terminó de comer y se limpió las manos, como un adulto que tiene una reunión importante.

—Gracias por no ser como los demás. Los otros o me dan pena o me sermonean. Pero usted solo estuvo ahí. Y eso… es mejor.

—Si mañana vengo, ¿estarás?

—No sé. Quizá mi madre despierte. O quizá no. O quizá venga. Le recuerdo. Usted es de verdad. No miente con la mirada.

Se levantó. No se despidió, solo dijo «hasta luego». Y se fue, ligero pero con una quietud en los pasos, como quien sabe que nadie correrá tras él.

Valerio se quedó. Luego tiró el vaso vacío y miró hacia donde Adrián había desaparecido. Le pesaba el pecho. Quería detenerlo, pero sabía que no podía derribar las paredes que un niño construye para sobrevivir.

Al día siguiente volvió. Y al otro. Y otro más. Se sentaba en el mismo banco, con un café o un periódico, fingiendo que solo descansaba. A veces, Adrián no aparecía, y eso le dolía. Pero cuando llegaba, con la misma chaqueta, la misma mirada, algo dentro de Valerio revivía.

Un día, Adrián se acercó con dos vasos de plástico. Envueltos en servilletas. Le tendió uno:

—Hoy usted fue mi padre. Ahora yo seré su hijo. ¿Le parece bien?

Valerio no respondió. Solo tomó el té. Y sonrió. Sin palabras. Porque a veces… basta con estar ahí. Sin condiciones. Sin promesas. Solo estar.

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