Ventanas sin cerrar

Ventanas abiertas

Hoy escuché mi voz por primera vez en meses. Sonó ronca, apagada, como si hubiera atravesado una capa de polvo acumulada en las cuerdas vocales y en el tiempo:

—Buenos días.

No era un saludo. Era un intento. La voz parecía dudar si tenía derecho a existir. Sonaba ajena, como si perteneciera a otra vida, una en la que las mañanas comenzaban con el portazo del baño, el hervidor de agua en la cocina y unos piececitos descalzos corriendo hacia mí para mostrarme cómo había crecido el garbanzo que plantamos en algodón dentro de un tarro de miel.

Abrí los ojos en un silencio denso. El techo, desteñido, grisáceo como un cielo desgastado, permanecía inmóvil sobre mí, sin rastro de vida. El piso estaba cálido, pero una leve corriente rozó la cortina—de nuevo dejé la ventana abierta. O quizá no fue un descuido, sino algo intencional. Tal vez, de ahí volvería a llegar la risa de un niño. O sus pasos. O su respiración.

Me quedé quieta, boca arriba, como si creyera que, al mirar fijamente hacia arriba, entre las grietas del yeso aparecería algún camino. Una ruta que me enseñara cómo salir de esta habitación infinita y gris, y, sobre todo, de mí misma.

En la cocina, todo seguía igual. Una taza con café seco en el alféizar—como si esperara que empezara el día de ayer. Una manzana oscurecida en la tabla, olvidada como las conversaciones que nunca terminamos. Y en la nevera, una foto: un niño de unos seis años, con un traje de astronauta, sonriendo con esa franqueza que solo tienen los niños, como si en cualquier momento fuera a preguntar: «Mamá, ¿de verdad voy a volar?»

No había tocado esa foto en más de un año. Bastaba con acercar la mano para sentirlo—y entonces me detenía, temerosa de borrar su memoria. El imán que la sostenía era de una clínica oftalmológica infantil. Irónico, si lo piensas. Fuimos «solo por una revisión», se quejaba de que las letras se movían. Pero al final… no hubo receta, ni gafas. Terminó de otra manera. Con algo para lo que nadie está preparado. Y de lo que no hay vuelta atrás.

Junto a la puerta, unos zapatitos deportivos con velcro azul. Cubiertos de polvo. Silenciosos. Testigos mudos del tiempo. Cada día pasaba junto a ellos con un temblor en el pecho, como si temiera que, al rozarlos, todo se derrumbaría. Parecen simples zapatos de niño. Plástico, tela, suela. Pero en realidad son un universo entero, comprimido en veinte centímetros.

Antes me encantaban las mañanas. Preparaba café, ponía música. Ahora solo agua caliente con té verde, sin azúcar, sin limón. El amargor bajaba por mi garganta como palabras no dichas. Afuera, la ciudad despertaba lentamente: autobuses, humo de cigarrillo, el ladrido de un perro, los gritos de los vecinos. La vida seguía, sin saber que alguien, en algún lugar, había dejado de vivir hacía tiempo.

Yo daba clases de literatura. En un instituto de Málaga. Amaba a Lorca—por su contención, por el dolor entre líneas, por esos silencios donde podía esconderme. Después de… dejé de ir. Primero, una baja médica. Luego, la nada. No volví. No podía. Y luego ya no quise. Leer se volvió insoportable: las palabras me desgarraban por dentro.

En primavera, una amiga me arrastró a un grupo de apoyo. Olía a café barato de máquina, paredes grises gastadas por el tiempo y las historias ajenas. Recuerdo a una mujer con un jersey rojo que había perdido a su marido. A un chico de unos veinte años que se aferró a su mochila toda la noche sin hablar. Nadie gritaba. Pero el aire vibraba de dolor, como una cuerda tensa.

Me sentí fuera de lugar. Como si mi pérdida fuera demasiado íntima. Demasiado invisible. Sin tumba, sin fecha, sin despedida. Como si no tuviera permiso para sufrir en voz alta. Me fui. Sin ruido. No regresé.

A veces escribía cartas. Nunca las enviaba. Las guardaba. En el portátil había una carpeta llamada «Borradores». Le escribía a él.

«Ahora estarías empezando primaria. Seguro odiarías la avena. Discutiríamos por las mañanas. O quizá serías tranquilo. Sabrías cómo huelen mis trenzas cuando recién las lavo. Te haría coletas si fueras una niña. Pero eres un niño. Mi astronauta. Mi «mira, mamá». Mi esperanza».

A veces no terminaba las frases. Solo ponía un punto. Sin más. Sin explicaciones.

Hoy, la voz no surgió del vacío, sino de algún lugar profundo. No suplicaba, no llamaba, no dolía. Simplemente estaba. Y de pronto, eso fue suficiente.

Por primera vez en mucho tiempo, quise salir. Sin motivo. Sin prisa. Solo pisar la calle. La tierra que llevaba tanto tiempo sin sentir mis pasos.

Saqué el abrigo. Hacía años que no lo usaba. Me puse las botas. Me detuve. Escuché cómo crujía el parqué viejo bajo mis pies. Dentro de mí, un temblor extraño. No era miedo. Ni dolor. Algo distinto. Como si algo volviera.

Me acerqué a la nevera. Tomé la foto. Con cuidado, retiré el imán. Pasé el dedo por la cara de mi hijo, por su sonrisa ancha, tan viva.

—Vamos, astronauta. Tengo que aprender a vivir de nuevo— susurré.

Abrí la puerta. Di un paso. Luego otro.

Y por primera vez en todo este año… cerré la ventana.

No por dolor. No por miedo. Simplemente porque entendí que ahora podía hacerlo. Y quizás… era necesario.

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