Cuando Leticia vendió su piso en Madrid y se trasladó a un pequeño pueblo de Castilla, donde compró una casita, nadie entendió por qué lo hacía. Pero con el tiempo, se convirtió en una más. La llamaban cariñosamente Leti. En su nuevo hogar, se instaló un gato atigrado llamado Simón, que al principio miraba el pueblo con recelo, como si no pudiera creer que ya no vería más los tejados de la ciudad. Pero pronto se adaptó: al porche, al jardín e incluso a los huertos.
La vecina de enfrente, Carmen, la acogió como a una hermana. La ayudaba con la huerta, le llevaba plantones y compartía sus conservas. Se hicieron inseparables: tardes interminables tomando café, intercambiando recetas, tejiendo mientras escuchaban canciones de antaño. La vida transcurría con calma y cobijo.
Pero todo cambió cuando su hijo le llamó por teléfono:
—Mamá, Marta está embarazada. Con Lucía nos vamos dos años a Suiza por trabajo. Marta se quedará sola. Te necesitamos… Vuelve a Madrid.
Leticia se quedó sin palabras. ¿Su nieta… embarazada? ¿La llamaban de vuelta al mismo piso del que había escapado para vivir, al fin, su propia vida? Intentó negarse:
—Hijo, ¿qué ayuda voy a ser yo? Con la presión que tengo, ya paso de los sesenta…
—Mamá, estarás en tu propia casa. Solo que Marta necesita apoyo. No te obligamos… Pero piénsalo.
Leticia lo pensó. Fue a Madrid. Y regresó destrozada. Su nieta, efectivamente, se había casado y esperaba un bebé. El piso estaba abandonado. Agobiada, llamó a una ambulancia—le subió la presión. En ese momento, entendió: no aguantaría ese ritmo. No era lo suyo.
Carmen lo vio al instante. Cuando al día siguiente Leticia volvió al pueblo a por sus cosas y le confesó que había vendido la casa y se marchaba para siempre, a Carmen se le encendió la mirada.
—No te voy a dejar ir, ¿me oyes?—susurró, abrazándola con fuerza—. No te vas a ninguna parte.
—Pero qué dices…—balbuceó Leticia—. No bromees así.
Carmen corrió hacia el taxi, le dio unos euros al conductor y dijo algo. El coche dio media vuelta y se alejó, levantando polvo en el camino.
—¡Carmen, ¿qué haces?! ¡Me están esperando!—exclamó Leticia, sin creérselo.
—Escúchame. No soy tu familia, pero en quince años nos hemos hecho más cercanas que ellos. ¿Dónde estaban cuando llegaste aquí? ¿Cuando plantabas patatas o cavabas la huerta? Ahora les viene bien que hagas cocido y cuides al niño.
—Pero son mi sangre…—murmuró Leticia.
—¿Y tú? ¿Vas a acabar tu vida sirviendo a los demás? Tienes derecho a ser feliz. Aunque sea jubilada. Y lo de los médicos… Bah. Aquí también los hay. Y a Madrid puedes ir de visita.
Leticia guardó silencio largo rato. Finalmente, dijo en voz baja:
—Mi casa ya no es mía… Firmaron los papeles.
—Y qué. Mi jardín no te es ajeno. Quédate conmigo. Ya veremos cómo sigue esto.
Y Leticia se quedó. Su hijo y su nuera se marcharon. Su nieta tuvo un niño. Todo le iba bien. Leticia los visitaba, ellos venían al pueblo y se alojaban en casa de Carmen. Hasta que ocurrió algo inesperado: la familia que había comprado su casa se mudó a otra ciudad y le ofreció a Leticia quedarse para cuidar de la propiedad.
Así comenzó un nuevo capítulo. En otoño, con Carmen. En primavera, en su antigua casa. Y cuando el hijo de Marta creció, Leticia viajaba más a Madrid.
Un verano, Marta llegó al pueblo con unos papeles.
—Abuela, toma. Es tu casa. Otra vez tuya. La hemos comprado.
—¿Qué?—dudó Leticia—. Pero… los nuevos dueños…
—Se fueron. Lo arreglamos. Todo legal. La casa está a mi nombre. Pero es tuya. Porque tú lo eres todo para mí.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Leticia. A su lado, Carmen contuvo un temblor en la voz:
—Sabía que preparaba una sorpresa. No me ofendo. Es lo justo.
Marta abrazó a su abuela:
—No te dijimos nada… Queríamos sorprenderte. ¿Y sabes qué? Pronto tendrás un bisnieto. Así que necesitarás otra vez la huerta, las fresas y el banco bajo el manzano.
—Pues vamos a traer las cosas—rió Leticia entre lágrimas—. Hoy es un día de fiesta…
Y el pequeño Adrián, que chapoteaba con una regadera entre las flores, no tuvo ninguna duda: la felicidad es tener a todos cerca. Y que la abuela recuperara su hogar. Y su vida.