La señora Carmen Fernández celebraba su aniversario. Cincuenta y cinco años. Decidieron organizar una fiesta por todo lo alto en un acogedor restaurante a orillas del Guadalquivir. Acudieron muchos invitados: familiares, amigos, compañeros de trabajo. Todos se divertían con alegría, brindaban por la cumpleañera, la cubrían de flores y halagos. Su marido, Javier, le hizo un regalo espléndido: un delicado anillo de oro con un zafiro que arrancó un suspiro de admiración de la mujer. El presentador, con una sonrisa radiante, anunció:
—¡Y ahora, la nuera de nuestra homenajeada desea felicitarla!
Al micrófono se acercó Lucía, erguida y orgullosa.
—Querida Carmen —comenzó con tono solemne—, ¡en nombre de nuestra familia he preparado para usted una sorpresa muy especial!
Los invitados cuchichearon, expectantes. Carmen, radiante de felicidad, se levantó de su asiento, esperando algo emotivo o sentimental. Pero ni en sus sueños imaginó qué clase de «sorpresa» le tenía preparada su nuera.
Lucía nunca había caído bien ni a los padres de su marido, Adrián, ni a su hermana mayor, Elena. Podría parecer la típica historia de conflictos con la familia política, pero en este caso, el principal problema era ella misma.
Adrián siempre había sido dócil y complaciente. Desde niño, seguía a la multitud. Si los amigos le invitaban a jugar al fútbol, aceptaba, aunque preferiría quedarse en casa leyendo. Si alguien le provocaba para insultar a su compañera Paula, lo hacía, aunque con incomodidad, a pesar de que Paula le gustaba en secreto.
Así era en todo. Rara vez tomaba decisiones por sí mismo, como si temiera hasta su propia sombra. Su hermana Elena no dudaba en llamarle «blandengue». Su madre, Carmen, aunque regañaba a su hija por ser tan directa, en el fondo coincidía con ella. ¿Cómo podían ser tan distintos dos hijos criados igual? A Adrián no lo mimaron ni lo defendieron ante cada problema; le enseñaron que un hombre debe saber valerse por sí mismo.
Su padre le inculcó el amor al deporte, su madre, a la literatura y el arte. Pero, al parecer, el carácter viene de fábrica, y ninguna educación podía cambiarlo. Carmen no quería presionarle, forzar su naturaleza. Todos en la familia aceptaron cómo era.
Cuando Adrián llevó a Lucía a casa, nadie se sorprendió. Una chica dulce y amable que soñara con una familia tradicional jamás se habría fijado en él. Adrián parecía necesitar una «mano firme» que lo guiara. Y Lucía cumplió ese papel: dominante, segura de sí misma y brusca en palabras y actos. Su actitud repelía a muchos, menos a Adrián, quien la miraba con devoción, cumpliendo cada capricho como un perro fiel.
Los padres y Elena optaron por no interferir. Veían a Adrián feliz y pensaron que meterse en la vida de un adulto no era asunto suyo. Cuando le propuso matrimonio, lo aceptaron como algo inevitable. Al fin y al cabo, no eran ellos quienes vivirían con ella. Adrián, por su parte, parecía satisfecho con esa extraña dinámica.
—Lucía y yo vamos a ir a Mallorca —anunció Adrián una noche en la cena familiar—. Ahorraré y nos iremos.
—¿Y Lucía no quiere contribuir? —preguntó Carmen con delicadeza, creyendo que en el matrimonio todo debería ser compartido.
—Soy el hombre, es mi responsabilidad —respondió Adrián con orgullo, claramente repitiendo palabras de su esposa.
Luego, Lucía decidió que necesitaban un piso con hipoteca, aunque sus finanzas ya estaban al límite. Después, anunció que querían hijos.
—Queremos una familia numerosa —compartió Adrián entusiasmado—. ¡Una casa llena de risas infantiles!
—¿Y con qué lo mantendrán? —refunfuñó Elena con escepticismo.
—Yo trabajo —replicó él, algo ofendido—. Lucía dice que también habrá ayudas.
Los padres solo suspiraban. Intentaron aconsejarle, pero Adrián solo escuchaba a su esposa. Nadie se atrevía a inmiscuirse.
Pronto, Lucía quedó embarazada. A partir de entonces, actuaba como si el mundo le debiera algo. Una vez, se quejó de que el repartidor no subió el paquete a su casa.
—¡Estoy embarazada! —protestó—. ¡Se lo dije y aun así no lo subió!
—¿Era muy pesado? —preguntó Carmen, intentando ser comprensiva.
—No, era ligero. ¡Pero tuve que bajar yo! ¡Con la barriga no es fácil!
Todo era así. Lo que para otras mujeres era normal, para Lucía era un sacrificio. Dejó de usar transporte público y sus gastos aumentaron con los taxis. Ir de compras, limpiar, cocinar… todo le parecía una carga insoportable. Adrián lo justificaba:
—La protejo —decía—. Lleva a mi hijo.
Los padres sentían una mezcla de orgullo por su hijo y perplejidad ante su nuera.
Cuando nació el bebé, las exigencias de Lucía aumentaron. Creía que las abuelas debían cuidar al niño para que ella descansara, así que Carmen y su madre se turnaban. A Carmen le encantaba estar con su nieto, pero la irritaba que Lucía no pidiera ayuda, sino que la exigiera como un derecho.
Lucía seguía quejándose del cansancio y la falta de dinero, pero al año quedó embarazada de nuevo. Parecía disfrutar manipulando su condición. Adrián trabajaba sin descanso, pero el dinero no alcanzaba. Los padres ayudaban ocasionalmente, sin consentirla demasiado. Una vez al mes enviaban algo para pañales y comida.
Los niños crecían, y la actitud de Lucía empeoraba. Tenía conflictos con la maestra de la guardería, el pediatra, incluso con una vecina que se quejó de que su carrito obstruía la puerta. Todos eran culpables de no atenderla como merecía. ¡Era una madre heroica!
Adrián evitaba intervenir. Lucía controlaba todo: el dinero, las decisiones, incluso su opinión. Él le entregaba su sueldo, no cuestionaba sus gastos y siempre la defendía.
En la fiesta de Carmen, el ambiente era cálido y festivo. Cincuenta y cinco años era una edad digna de celebrar, y la cumpleañera se sentía llena de energía. Javier no solo le regaló el anillo, sino también un sofá nuevo, pues el viejo ya estaba gastado. Entre los invitados estaban Adrián, Lucía y sus dos hijos.
—Lo que sobre de comida, guárdenselo para nosotros —pidió Lucía al llegar—. Con los niños no tengo tiempo para cocinar.
Carmen, sin querer arruinar el evento, asintió.
—Claro, Lucía, si sobra algo, te lo preparo.
Media noche, Lucía se quejó a todos de su vida dura y la falta de dinero. Los invitados miraban incómodos al plato, hasta que el presentador cambió de tema. Ella, molesta por perder protagonismo, frunció el ceño. Le gustaba ser el centro de atención, aunque fuera en el festejo ajeno.
Al hablar de los regalos, Carmen mencionó el sofá y el anillo. Lucía, ya con unas copas de más, interrumpió:
—¿Y no les da vergüenza?
Todos guardaron silencio, mirándola.
—¿Perdona? —preguntó Carmen, manteniendo la sonrisa.
—¡Todo esto! —elevó la voz Lucía—. Presumen de sofás, anillos, mesas llenas… ¡Mientras sus nietos pasan hambre! ¡Los ven comer fruta una vez al mes! ¡Y ustedes aquí derrochando!
El silencio fue incómodo. Pero Elena no pudo contenerse:
—¿Te has vuelto loca? ¡Nadie te debe—¡A ti nadie te debe nada! —replicó Elena—. ¡Si quieres más dinero, ponte a trabajar en lugar de exigir! *.*