La Canción del Parque Invernal: Un Nuevo Capítulo
Olga Martínez se abrigó con su abrigo de invierno, arropó a su pequeña nieta Lucía y salió a pasear al parque nevado en las afueras de Madrid. Jóvenes padres empujaban cochecitos, sus risas y conversaciones se mezclaban con el crujir de la nieve bajo los pies. Lucía, envuelta en su mantita, se durmió al instante con el aire fresco. Olga se sumergió en recuerdos de su juventud, de cómo crió sola a su hijo Javier. Estaba tan ensimismada que apenas escuchó un llanto infantil. Al principio, pensó que era Lucía, pero no—su nieta seguía dormida. Un hombre con un cochecito miraba alrededor, desconcertado. Al verla, suplicó:
—Señora, ¡ayúdeme! ¿Qué hago?
Olga se quedó inmóvil, conmocionada por sus palabras.
***
Cuando Ana y Javier se casaron, la suegra fue clara desde el principio:
—Ahora sois independientes. Yo te crié, te eduqué, hijo. Quiero vivir para mí. Solo tengo cuarenta y seis años. Y vosotros necesitáis adaptaros. ¡No tengáis prisa con los nietos!
—Vaya forma de soltarlo tu madre, como si fuera un disgusto—refunfuñó Ana.
—No te preocupes—sonrió Javier—. Es buena persona, solo que me crió sola. Hace poco bromeaba con su amiga Carmen que se sienten jóvenes otra vez, buscando pareja. Van a bailes los fines de semana, hacen excursiones… ¿Cuándo va a cuidar nietos?
—¿Y cómo les va?—preguntó Ana, escéptica.
—Mal. En los bailes solo había un hombre, y eligió a otra. Las excursiones están llenas de mujeres. Pero no te preocupes, mamá habla por hablar. Cuando llegue el momento, ayudará—la abrazó Javier.
Vivían en casa de Olga, aunque ella casi nunca estaba. Trabajaba de mañana a noche, y después, teatro o quedadas con amigas. Los fines de semana también desaparecía. Los jóvenes llevaban la casa solos.
Ana temía que a su suegra le molestase el embarazo, pero Olga solo sonrió:
—¡Qué rápido! Bueno, si lo habéis decidido, será lo mejor.
Al saber que era niña, hasta se alegró:
—Siempre quise una hija, pero no pudo ser. ¡Ahora tendré una nieta!
Aunque al principio, Olga no se involucraba mucho, como si temiera verse atada. No llegaba pronto del trabajo, los fines de semana se sentía libre.
—Menos mal que mis padres vienen a veces a pasear con Lucía—dijo Ana una tarde, frustrada. La niña no paraba de llorar—le salían los dientes.
Javier, acostumbrado desde niño a ayudar en casa, se apresuró a calmarla:
—Queríamos tener un hijo, ¿no?
—¡Pero es su abuela! Al menos nos regaló el cochecito y a veces juega con ella. Pero la madre de mi amiga Paula sale corriendo del trabajo para cuidar a su nieta. ¡La tuya ni lo ha sugerido!
—Somos jóvenes, nos arreglamos. Mamá trabaja mucho. Y Paula carga demasiado a su madre—se rio Javier—. ¡Mamá nos lo advirtió!
Pero un domingo, le pidieron a Olga que llevase a Lucía al parque mientras ellos iban al cine. Como no tenía planes, accedió.
Olga se abrigó bien, arropó a la niña—afuera brillaba el primer sol invernal. El parque estaba cerca, y pronto caminaban por senderos nevados. Padres con cochecitos se saludaban, y Lucía, mecida por el frío, se durmió.
Olga recordó cómo crió a Javier sola. Sus padres, en el pueblo, la criticaron por su divorcio. Su marido las abandonó antes del primer año. Ella, orgullosa, lo sacó adelante. Las pensiones llegaban cuando querían, pero todo lo que tenía era para su hijo. Para sí misma, lo más barato, solo para no pasar hambre. Cuando Javier creció, fue más fácil. Trabajaba cerca de casa, él iba a la oficina después del colegio, comía, hacía deberes. Así sobrevivieron. Aún hoy, Olga disfrutaba de la buena comida—herencia de aquellos años.
De pronto, un llanto la sacó de sus pensamientos. Pensó que era Lucía, pero la niña seguía dormida. Un hombre zarandeaba un cochecito, desesperado. Al verla, exclamó:
—¡Señora, por favor! Es mi primer día con mi nieto, ¡no sé qué hacer!
Olga se quedó petrificada. Le halagó que la tomara por una madre joven. Al acercarse, vio que el niño había perdido el chupete. Lo recolocó, y el pequeño se calmó.
—¡Gracias! Vivo cerca, pero me he bloqueado—confesó el hombre, ruborizado—. ¿Es su hija?
—¡Mi nieta!—rió Olga, y algo en su pecho se iluminó.
—¿Tan joven y ya abuela?—preguntó él, admirativo.
—Y usted no parece abuelo—respondió ella, coqueta.
—Ojalá tuviésemos una abuela. Yo intento ayudar, pero no es fácil. Me llamo Eduardo, ¿y usted?
—Olga—contestó. En ese momento, Lucía despertó, quejumbrosa.
—Debemos irnos, es hora de comer. Adiós, Eduardo.
—¿Volverá mañana? Podríamos pasear juntos—propuso él, inesperadamente.
—Quizá—sonrió Olga, empujando el cochecito hacia casa, con el corazón ligero.
Como si le hubieran quitado años. ¡Abuela, y ahora esto! Un hombre amable, probablemente solo.
Así comenzaron sus paseos, hasta la primavera. Primero los fines de semana, luego por las tardes—la joven abuela Olga y el igualmente joven abuelo Eduardo.
Aquellos paseos se convirtieron en algo más. Olga olvidó los bailes y las excursiones; prefería estar con él.
Ahora viven en su casa, cerca. Cuidan juntos de los nietos, y Olga es feliz.
—¡Tu madre ha cambiado tanto desde que se casó!—comentó Ana, asombrada.
¡Claro que sí! Olga ya no estaba sola. Tenía amor. Y todo gracias a Lucía, la nieta que le trajo la felicidad.
Ahora, Olga presume de ser abuela. “Abuela joven y querida”, como la llama Eduardo.
Al fin encontró la felicidad sencilla: no correr, no buscar. Solo estar junto a quien la ama.