**Fractura y Reconciliación**
Las tormentas familiares son traicioneras. Antes de casarse, Lucía nunca imaginó que vivir con los familiares de su marido sería una prueba tan dura. Había crecido en un hogar cariñoso, donde las peleas eran raras, y pensó que esas desgracias no tocarían su puerta. Las historias de sus compañeras sobre sus suegras le parecían exageraciones —a ella no le pasaría algo así.
Tras la boda, Lucía y Adrián se mudaron con su madre, Isabel Martínez, a su acogedor pero pequeño piso de dos habitaciones en un pueblo cercano a Zaragoza. Al principio, la suegra recibió a su nuera con calidez, y los primeros meses fueron tranquilos. Los hijos no entraban en sus planes —los recién casados querían ahorrar para su propia casa.
Adrián trabajaba en una gran empresa de tecnología, y su sueldo les permitía soñar con el futuro. Lucía también trabajaba, aunque ganaba menos, como profesora en un colegio local. Isabel era amable, pero tenía la costumbre de dar consejos que, al principio, parecían inofensivos.
Lucía intentaba no reaccionar, pero con el tiempo, su suegra se inmiscuía cada vez más en sus vidas. Su tono se volvía más autoritario, sus comentarios más hirientes.
Un día, Lucía llegó a casa radiante de felicidad con una batidora nueva.
—¡Ahora prepararemos batidos por las mañanas! ¡Sanos y deliciosos! —anunció, dejando la caja sobre la mesa de la cocina.
Isabel la miró con escepticismo, torciendo el gesto:
—¿Para qué gastar en eso? La gente normal desayuna tostadas o churros, no esas modas que arruinan el estómago. Luego te arrepentirás, y será tarde. —Dio media vuelta y se marchó a su habitación.
Lucía, sin poder contenerse, le gritó a su espalda:
—¡A tu hijo no le gustan las tostadas! Con un café y un bollo sale corriendo al trabajo.
Isabel se detuvo en la puerta, volviéndose con frialdad:
—Si fueras una buena esposa, te levantarías temprano y le prepararías un desayuno decente, en vez de dormir hasta tarde.
—¡No me duermo hasta tarde! —estalló Lucía—. Mis clases empiezan más tarde. ¿Acaso debo perder horas de sueño por eso?
Desde esa noche, una sombra se interpuso entre ellas. La batidora fue solo la excusa; la tensión llevaba tiempo acumulándose. Lucía, sentada en la cocina con su té, reflexionaba:
«¿Qué clase de suegra me ha tocado? En vez de alegrarse, siempre busca algo que criticar. No es mi culpa que mi horario empiece más tarde. Adrián es un adulto, puede hacerse su propio desayuno. ¿Por qué debo vivir bajo sus reglas?».
Al escuchar la llave en la cerradura, Lucía se animó —era Adrián. Siempre compartían sus días, pues solo se veían por las noches.
—Hola, cariño —la besó en la mejilla—. ¿Por qué esa cara?
—Esperaba enseñarte algo —señaló la batidora—. ¡Desayunaremos de otra forma!
—¡Genial, enhorabuena! —sonrió él.
Pero entonces, desde su habitación, Isabel exclamó:
—¿De qué os alegráis? ¡Esa chuchería solo os hará daño!
—Mamá, por favor —intentó calmarla Adrián—. Todo el mundo tiene batidoras, y nadie se queja.
—¿Cuánto has pagado por ese trasto? —preguntó Isabel a Lucía.
Esta, sin dudar, mencionó la mitad del precio real.
—¿Y eso no es mucho? —se indignó Isabel—. ¿Quién trae el dinero a casa? Adrián trabaja como un burro, y tú lo malgastas.
—¡Yo también trabajo! —replicó Lucía—. Y no me quedo de brazos cruzados.
—¡Lo que ganas no es nada! —cortó Isabel—. Adrián mantiene a la familia, y tú derrochas.
La discusión se avivó. Adrián, viendo que la situación se escapaba de control, tomó a su mujer de la mano y la llevó a su habitación, cerrando la puerta.
—Dios, ¡estoy harta! —suspiró Lucía—. ¿Por qué se mete en todo?
Quiso desahogarse, pero se contuvo —Adrián no tenía la culpa de cómo era su madre. Isabel gastaba su pensión en su casa de campo: arreglando la valla, reparando el tejado. Él se quejaba a veces, pero siempre ayudaba.
A la mañana siguiente, mientras Lucía dormía, Isabel decidió prepararle el desayuno a su hijo para demostrar quién cuidaba de él de verdad.
—Mamá, no hace falta —dijo Adrián, sorprendido—. Yo puedo hacérmelo.
Pero Isabel no cedió. Le soltó todo lo que pensaba: Lucía era una vaga, desagradecida, incapaz de cuidar de su marido. Adrián escuchó, conteniendo una sonrisa. Sabía que su madre exageraba y no tomaba en serio sus palabras.
—Gracias, mamá, me voy —dijo, saliendo hacia el trabajo.
Isabel se quedó quieta, mirándolo con desconcierto. Lucía, al despertar, desayunó sola —su suegra no salió de su cuarto. Esa noche, cuando Adrián volvió, Isabel reanudó sus quejas. Lucía, al oírla desde la habitación, no aguantó más.
—¿Otra vez hablando mal de mí? —le espetó a su marido al entrar.
Él la abrazó:
—No te enfades, solo quiere lo mejor.
—¿Lo mejor? ¿Para quién? —estalló Lucía—. ¡Estoy harta de su control! Si compro algo sin su permiso, es el fin del mundo. Adrián, no puedo más. ¡Vamos a alquilar un piso y nos mudamos!
—¿Y gastar todo mi sueldo en el alquiler? —replicó él—. Estamos ahorrando para nuestra casa.
—Buscaré un trabajo mejor, con más sueldo —declaró Lucía con firmeza—. Entonces nos iremos.
—Vale, no nos precipitemos —cedió Adrián—. Estoy de tu parte. Compra lo que quieras. Hablaré con mamá.
Tras la conversación con su hijo, Isabel se volvió más fría, hablando solo cuando era necesario. Lucía evitaba la cocina si su suegra estaba allí. Adrián, como un diplomático, intentaba mantener la paz entre ambas.
Un día, los invitaron al cumpleaños de Marta, la mujer de un compañero de Adrián. Ella estaba encantada con el regalo de su marido: un lavavajillas.
—¡Lucía, es una maravilla! —alabó Marta—. Metes los platos, pulsas un botón, ¡y listo!
—¡Quiero uno igual! —se entusiasmó Lucía—. No esperaré a que Adrián me lo regale. Lo compraré yo misma, él dijo que podía.
No lo pensó dos veces: fue a la tienda, eligió un modelo y llamó a su marido:
—Adrián, he comprado un lavavajillas. Marta lo alababa tanto que quise uno. Lo traerán esta tarde.
—Perfecto, tendremos más tiempo —aprobó él, sin preguntar el precio.
Cuando los repartidores dejaron la caja en la cocina, Isabel salió de su habitación como un rayo:
—¿Y eso qué es?
—Un lavavajillas —respondió orgulloso el repartidor antes de irse.
Lucía esperaba la explosión. Su suegra enrojeció de furia:
—¡Un lavavajillas! ¡Es una vaga, ni siquiera puede fregar dos platos! Yo he fregado a mano toda la vida, ¡y ella se cree una princesa!Lucía respiró hondo, extendió la mano hacia Isabel y, con una sonrisa temblorosa, murmuró: “Quizás podamos aprender juntas a vivir mejor”.