Encuentro Decisivo

El Encuentro del Destino

Lucía se casó con Javier poco después de terminar la universidad. Su amor era tan intenso que parecía que el mundo entero existía solo para ellos dos. Sus padres, al ver su felicidad, ayudaron a la joven pareja a comprar un amplio piso de dos habitaciones en Valencia.

Una de las habitaciones la prepararon con ilusión para un futuro bebé. Compraron dos cunas pequeñas, imaginando ya cómo su hijo dormiría plácidamente en una de ellas. Incluso habían elegido un nombre para el primogénito: Daniel. Por alguna razón, Lucía y Javier estaban seguros de que su primer hijo sería un niño. Por si acaso nacía una niña, guardaban otro nombre: Sofía. Pero a todos sus conocidos solo les hablaban entusiasmados de Daniel, como si la posibilidad de una niña fuera algo lejano.

Al enterarse, la abuela de Lucía, Carmen, la reprendió con severidad:

—Lucita, ¡no se pueden hacer esas cosas! ¡Es de mala suerte poner nombre a un hijo antes de que nazca! El nombre se lo das cuando ya esté en tus brazos.

—Abuela, ¿pero cómo vas a creer en esas supersticiones? —se rio Lucía, quitándole importancia.

Sin embargo, pasaron tres años y la habitación infantil seguía vacía, como maldita. Lucía no lograba quedarse embarazada. Medicinas, médicos, análisis interminables… Nada funcionaba. La esperanza se desvanecía como la nieve en primavera, dejando solo frío y vacío.

Carmen, viendo el sufrimiento de su nieta, la convenció de visitar a una curandera, la tía Rosario. Lucía no creía en esas cosas, pero la desesperación la llevó a probar. “¿Y si funciona?”, pensó.

La tía Rosario, tras escucharla, la miró con unos ojos profundos, casi inquietantes, y le dijo:

—Tú y tu marido soñasteis con un hijo varón, le disteis nombre: Daniel. Pero el nombre nació antes que el niño. Alguien se lo llevó. Ahora, tanto tú como quien lleva ese nombre sois infelices. Haz feliz a ese niño, y la felicidad llegará a vosotros.

Lucía escuchó, y el corazón se le encogió. Por alguna razón, las palabras de la anciana resonaban con verdad.

—Tía Rosario, ¿qué debo hacer? —su voz tembló.

—Lo entenderás —respondió misteriosamente la curandera—. Cuando lo hagas, la felicidad entrará en vuestra casa.

Pasó otro año. Siguieron sin hijos. Lucía casi había olvidado las palabras de la curandera, aunque aún guardaba un rescoldo de esperanza. Javier tampoco perdía la fe, aunque la tristeza asomaba cada vez más en su mirada.

Un día, Lucía tuvo que ir al otro extremo de la ciudad. Pasaba cerca del viejo teatro de títeres cuando llegó un autobús con el cartel “Hogar Infantil”. De él empezaron a bajar niños de tres o cuatro años, riendo como gorriones. Lucía se detuvo, cautivada por su alegría. De pronto, una educadora gritó:

—¡Danieeel!

Un niño pequeño, persiguiendo una gorra que se le había volado, corrió hacia la calle. Lucía, que estaba cerca, se lanzó, lo agarró del brazo y lo abrazó, sintiendo el corazón desbocado.

—Daniel… —susurró, sin saber por qué lo había llamado así.

—Mamá —dijo el niño en un hilo de voz, rodeando su cuello con sus manitas.

La educadora se acercó corriendo:

—¡Muchísimas gracias!

Intentó llevarse al niño, pero él se aferró a Lucía sin soltarla.

—Daniel, ¿vamos a ver la función? —dijo ella, aún temblorosa.

—¿Por qué me ha llamado mamá? —preguntó Lucía a la educadora, sin apartar los ojos del pequeño.

—Así nos llaman cuando les caemos bien —respondió la mujer, y añadió—: ¿No tenéis hijos?

—No —la voz de Lucía se quebró, los ojos húmedos—. Mi marido y yo llevamos años intentándolo…

La educadora la miró con ternura.

—Daniel es un niño maravilloso. Podéis venir a visitarnos.

Esa noche, Lucía recibió a Javier con los ojos enrojecidos.

—¿Qué pasa, cariño? —la abrazó con fuerza.

—Hoy, cerca del teatro de títeres, había un autobús del Hogar Infantil —empezó ella, conteniendo las lágrimas—. Un niño salió corriendo a la calle tras su gorra. Lo agarré a tiempo. Me abrazó y me llamó mamá. Y se llama… Daniel.

Lucía rompió a llorar, hundiendo el rostro en el hombro de Javier.

—Javi, llevémoslo a casa. Será nuestro hijo.

Javier reflexionó un instante antes de sonreír.

—¿Cuántos años tiene?

—Tres o cuatro. Es tan dulce, tan especial… Cuando lo abracé, sentí que algo cambiaba dentro de mí.

—Vale, tranquila —Javier le acarició el pelo—. Mañana iremos al Hogar Infantil a informarnos.

Al día siguiente, cargados de juguetes y dulces, Lucía y Javier visitaron el hogar. La directora, María Luisa, los recibió con calidez.

—¡Hola! Pasad —les invitó—. Gracias por lo de ayer, Lucía.

—Hola —Lucía intentó controlar los nervios—. Soy Lucía, y él es mi marido, Javier. Queremos conocer a Daniel.

—Claro, ahora mismo os lo traigo —asintió María Luisa.

La espera se hizo eterna. Finalmente, la puerta se abrió. Al ver a Lucía, Daniel corrió hacia ella gritando:

—¡Mamá!

Lucía lo abrazó, las lágrimas resbalando sin control.

—Daniel, cariño mío…

Javier sacó juguetes del bolso. El niño, curioso, se acercó.

—¿Abrimos esto? —propuso Javier.

Dentro había un coche, un robot y un peluche de conejito. Daniel brillaba de felicidad. María Luisa susurró a Lucía:

—Vamos a mi despacho. Dejad que jueguen.

Media hora después, Lucía volvió con una carpeta de documentos. Javier y Daniel seguían entretenidos.

—Ya somos amigos —sonrió Javier.

—Daniel, es hora de dormir —dijo la directora, pero el niño miró a Lucía con miedo.

—Volveremos mañana —le prometió ella—. ¿Me esperas?

—Sí —susurró él, abrazándola.

El proceso de adopción comenzó. Lucía y Javier pasaban cada día libre con Daniel. El niño los esperaba siempre, radiante.

Un viernes, Javier fue solo. Alzó a Daniel en brazos:

—¿Quieres venir a casa con nosotros?

—¡Sí! —los ojos del niño brillaron.

Prepararon sus cosas y salieron al coche. Daniel, al verlo, exclamó:

—¿Vamos en coche?

Javier lo subió a la sillita y partieron. A la entrada del edificio los esperaba Lucía.

—¡Mamá! —gritó Daniel, corriendo hacia ella—. ¡He venido en coche con papá!

En el piso, el niño contempló maravillado la habitación infantil con su cama.

—Hoy dormirás aquí —le dijo Lucía, sonriendo.

La cena fue diferente a todo lo que Daniel conocía. No había reglas estrictas, solo el amor de unos padres.

Al día siguiente, Lucía lo llevó a la peluquería, le compró ropa nueva y lo presentó a las abuelas. Pero el domingo tocó volver al hogar. Aunque triste, Daniel confió en que pronto viviría con ellos.

El día decisivo llegó. Esta vez fueron juntos. Lucía habló con la directora mientras Javier le daba a Daniel una bolsa de chuches.

—HEl niño repartió las golosinas entre sus amigos, sabiendo que, por fin, tendría un hogar.

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