**El regalo de la hija: el silencio que ruge en la vejez**
Desde primera hora, Luisa Martínez revoloteaba por la cocina: cortaba ensaladas, preparaba la sopa, metía el pollo al horno con ajo y frotaba el jarrón de cristal para las flores. Bajó dos veces al supermercado y volvió cargada con una tarta y bolsas hasta el tope. En el portal se tropezó con su vecina.
—¿Pero qué, Luisa, es que hoy es fiesta? —preguntó Carmen, su amiga de toda la vida, que no se movía del banco de la entrada.
—¡Claro que es fiesta! ¡Viene mi Marisol, mi niña! —contestó Luisa, con los ojos brillantes, mientras se esforzaba por subir las bolsas.
—Hummm… —refunfuñó Carmen, sin levantarse—. Siempre igual, que si Marisol, que si Marisol… Y la muy señorita ni llama. ¡Qué asco!
Llevaba años diciéndole que Luisa se desvivía demasiado por su hija. Marisol no llamaba en semanas, y su madre se pasaba los días asomada a la ventana.
—Luisa, en serio, te estás amargando la vida. Hoy en día los mayores sobramos. Tendrías que haberla puesto en su sitio hace tiempo, no andar corriendo con tartas.
Pero para Luisa no era tan fácil. El corazón no tiene interruptor. Marisol era su única razón para levantarse cada mañana, aunque sabía que cada vez recibía menos amor a cambio.
Cuando al fin Marisol llamó y soltó un seco «Vengo esta tarde», el corazón de Luisa latió como un tambor. Revoloteó por la casa, cambió las sábanas, preparó otro plato… Y entonces, el timbre.
En la puerta estaba su hija: alta, delgada, fría, con gafas de sol y un perrito diminuto atado a una correa.
—Hola, mamá —dijo Marisol, sin la menor sonrisa.
—¡Hola, hija! Pasa, lávate las manos, que ya está todo preparado.
Luisa corrió a la cocina, haciendo sonar los platos, sirviendo con prisas. Marisol la siguió en silencio, mirando alrededor con desinterés.
—Siéntate, tengo croquetas, ensaladilla, y la tarta… ¡tu favorita!
—Mamá, solo paso un momento. Me mudo a otra ciudad. Para largo. Venir aquí me sale caro y es un rollo, así que no nos veremos en… cinco años, quizá. Ah, y esto es Lola. Me la regaló mi ex, qué sé yo. Llevármela es un lío, y total, tú estás sola. Que se quede contigo. Tiene año y medio. Tranquila, no hace ruido.
Luisa se quedó petrificada. La tarta, las croquetas, las sábanas frescas, la leche, la mermelada… Todo dejó de importar. Miró a su hija, que ni siquiera se quitó las gafas.
—Vale… —logró decir.
—Gracias, mamá. Te quiero. —Marisol le dio un beso fugaz en la mejilla, le soltó la correa y se esfumó.
Minutos después, Luisa estaba en el pasillo con el animalito en brazos. Nunca le habían gustado los perros. Con su espalda dolorida, la pensión justa y el cansancio crónico… ¿Qué iba a hacer ahora?
—Vamos, Lolita, a ver si Carmen te quiere…
Pero en cuanto la vecina abrió la puerta, soltó:
—¿Estás loca, Luisa? ¡Como si me faltara un perro! ¡Va a destrozarme el sofá y traerme pulgas!
—Pero si no tiene pulgas… Es de Marisol, que es muy limpia. Por favor, Carmen, tú que sabes de animales…
—¡Y tú de sentido común! Te lo dije: no te arrastres tras ella. ¿Y ahora? Te han “regalado” un problema. Llévalo a una perrera y asunto arreglado.
El perro no hacía ruido, solo la miraba con ojos oscuros. En ellos había miedo, resignación y… un dolor familiar.
—Parece que somos iguales —susurró Luisa—. Nadie nos quiere.
—Haz lo que te dé la gana —refunfuñó Carmen—, pero sin mí.
Así empezaron los días difíciles. Lola necesitaba salir cinco veces al día. A Luisa le dolía la espalda y las piernas le fallaban. Pero la perra parecía entender: no ladraba, no lloraba. Con lluvia, esperaba en la puerta. Con calor, se tumbaba bajo la cama. Poco a poco, Luisa empezó a sentirse… menos sola.
Incluso cuando Carmen dejó de hablarle. Sí, la amistad se acabó, pero al menos en casa había alguien.
Pasó un año. El último de Luisa. El corazón no aguantó más. Los vecinos la encontraron en la cocina; la perra no se había movido de la puerta, sin comer, sin ladrar.
Una semana después, Marisol entró en el piso sin avisar.
—Puaj, qué peste… —dijo con asco. Lola empezó a gruñir.
—¡Calla! Tu dueña ya no está. Tendré que llevarte. Cuando venda el piso, no voy a cargar contigo.
En el cementerio, Marisol se acercó a la tumba reciente.
—Gracias por el piso y el dinero. Y tu Lola se queda aquí.
Soltó la correa y se marchó.
La perrita olfateó el suelo, dio vueltas y se acurrucó junto al montículo de tierra. Sabía que ese era su sitio.
Pasaron dos días. Lola no se movió. No comió. No se levantó.
Al tercer día, apareció Carmen con un ramo de flores.
—Aquí estás, pequeña… —musitó al ver a la perra—. Ay, Luisa… Te dejaste la vida por tu hija. Y al final… solo te quedó ella.
Se agachó, acariciando el pelaje enflaquecido.
—Venga. Ven conmigo. No puedo dejarte así. Si Luisa pudo, yo también. Lo importante es ser humano.
La levantó en brazos. Entre las nubes grises, asomó el sol. Por primera vez en mucho tiempo.