**La casa donde no se puede llevar pantalones**
Jorge Martínez iba de visita por primera vez en años. Se dirigía a ver a una mujer que cada vez ocupaba más sus pensamientos: Lucía. Y eso que él había jurado que nunca más tendría una relación ni una nueva familia. Ya lo había vivido antes. Lo había vivido… y sobrevivido con dolor.
Su exmujer se fue de golpe. Le dijo que nunca lo había amado, que el niño había sido un accidente. Se lo llevó. Jorge no podía perdonar. No podía olvidar cómo había mecido al pequeño por las noches, cómo lo cambiaba, cómo escuchó por primera vez un “papá”. Y después… silencio. Juicios, prohibiciones, distancia. Una vez viajó a otra ciudad, vio a su hijo en la puerta, y el niño dijo: “Papá, me voy contigo”. Pero alguien lo apartó. Lo arrastraron dentro, la puerta se cerró, y él sólo alcanzó a oír un grito: “¡Quiero estar con papá!”, seguido de llanto. Ese día, Jorge se rompió. Y decidió: nada de apegos. Solo trabajo. Solo soledad.
Pero Lucía era diferente. Se había colado en su vida sin hacer ruido. Poco a poco, sin invadir. Simplemente estaba ahí. Se veían por casualidad, hablaban brevemente, hasta que él empezó a esperar sus miradas. Y luego, buscarla él mismo —junto al mercado, cerca de su oficina—. Sin insistir. Solo estar cerca. Supo que era viuda, que su hijo Andrés tenía casi cuatro años, que vivía con su madre. Y que no dejaba entrar a ningún hombre en su vida. Hasta que un día lo invitó a su casa. “Conocerás a Andri”, dijo. Y su voz tembló.
Llevó un juguete —un enorme set de construcción. Se puso su mejor traje. El corazón le latía como si fuera un chiquillo. Tocó el timbre.
—¿Quién es? —preguntó una vocecilla.
—Jorge Martínez.
—Ah, vale. Pasa. Mamá ya viene. La abuela está durmiendo, le duele la cabeza. Pero, eh… ¡te tienes que quitar los pantalones!
—¿Qué? —Jorge se quedó helado.
—Es que vienes de la calle. Mamá dice que los pantalones de la calle tienen bacterias. Nos podemos poner malos. Hay que quitárselos en cuanto entras. ¡Aquí todo está limpio!
El niño hablaba muy serio. Camisa blanca, pajarita, mirada directa.
—Em… ¿No podría quedármelos? Están limpios.
—Bueno… pues entonces pónte estas zapatillas. Son tuyas. Las compró mamá. Así no traes suciedad. Yo soy Andri. ¿Tú eres Jorge?
—Sí. Encantado de conocerte.
—Aquí las reglas son claras. Yo no ando con zapatos. Solo si voy pegado a la pared y salto la alfombra.
—¿Y tu mamá es muy estricta?
—Mucho. Pero es buena. Sobre todo si tú eres bueno. Entonces hasta podrías no ponerte las zapatillas.
Jorge se rió. Y Andri le cogió la mano y dijo:
—¿Te vas a quedar para siempre?
—Me gustaría. Si tú no te opones.
—A mí me parece bien. Mamá estará contenta. Y la abuela… la abuela se despertará y lo sabrá al instante.
—¿Cómo?
—Tiene olfato. Y corazón. Siempre sabe cuándo alguien es bueno.
Se sentaron a armar el set de construcción. Se rieron, discutieron. El niño se encariñaba, y Jorge ya no podía apartar la vista de él. Hasta que de pronto oyó abrirse la puerta.
—¡Mamá, él sigue con los pantalones puestos! —gritó Andri.
Lucía se echó a reír. Luego se acercó, le acarició el hombro a Jorge y susurró:
—Si estás dispuesto… quédate. Pero te aviso: aquí las reglas son raras.
Jorge sonrió:
—Por ustedes, acepto cualquier regla. Hasta pasear en calzoncillos por la alfombra. Lo importante es estar cerca.
Andri se quedó callado y murmuró:
—Papá…
Jorge lo miró. El niño apartó la vista.
—¿Puedo llamarte así?
Jorge no respondió. Solo asintió. Y sintió que algo en su pecho, por primera vez en mucho tiempo, se volvía cálido y luminoso. No había ido de visita. Había llegado a casa.