La Sombra de la Traición
Durante seis días seguidos, Lucía no dirigió la palabra a su marido. Todo comenzó un martes por una riña sin importancia. Rodrigo olvidó sacar el cordero del congelador, a pesar de que Lucía se lo recordó dos veces. Pero él, al llegar del trabajo, volvió a enfrascarse en el portátil, absorto en unos informes urgentes.
—¡Rodrigo! —la voz de Lucía desde la cocina resonó llena de ira—. ¿Lo haces a propósito? ¿Cómo voy a preparar la cena sin carne?
—Perdona, cariño —respondió él sin levantar la vista de la pantalla—. Estoy agotado. ¿Pedimos una pizza? ¿O unas tapas?
—¡Pide lo que quieras! —espetó Lucía, enfundándose el abrigo.
—¿Adónde vas? —Rodrigo salió al recibidor, mirándola con sorpresa.
—A dar una vuelta —cortó ella, cerrando la puerta de un portazo.
Rodrigo se encogió de hombros y volvió al trabajo. Dos horas después, pidió la pizza, esperando a Lucía. Pero ella no regresó hasta la medianoche, cuando Barcelona ya dormía bajo el manto del invierno.
—¿Dónde has estado tanto tiempo? —exclamó él.
—Cenando en un café —contestó ella con frialdad.
—¿Sola? ¿A estas horas?
—¿Y qué? Tú no te preocupaste por la cena. Tuve que buscarme la vida.
—¿Vas a seguir echándome en cara ese maldito cordero? —saltó Rodrigo—. ¡Lo olvidé, ya está! ¡A todo el mundo le pasa!
—¡No es el cordero! —Lucía alzó la voz—. ¡Es que no me importas! Ni caso me haces. Mis palabras son como el viento para ti.
—¿Cómo? —Rodrigo entornó los ojos, sintiendo que la discusión era absurda. Pero, para no avivar el fuego, añadió—: Vale, pondré un recordatorio en el móvil.
Esa respuesta solo echó leña al fuego. Lucía siguió en silencio todo el día, ignorándolo. Al tercer día, Rodrigo no pudo más. Se acercó para abrazarla, pero ella lo apartó bruscamente y se encerró en el dormitorio.
—Como quieras —murmuró él, sintiendo cómo la irritación lo inundaba. En el trabajo ya tenía problemas de sobra, y ahora en casa solo encontraba un muro de hielo.
Pasó una semana en un silencio sepulcral. El miércoles, festivo, Rodrigo decidió hacer las paces. Se levantó temprano, preparó el desayuno: tortilla, pan tostado, café con su espuma de vainilla favorita. Pero Lucía entró en la cocina sin mirar la mesa.
—Tenemos que separarnos —soltó de golpe.
—¿¡Qué!? —Rodrigo se quedó petrificado—. ¿¡Por el cordero!?
—¡Basta ya con el cordero! —gritó ella, apretando los puños—. ¡Te he dicho que no es eso! ¡Esto no funciona! Cuando nos casamos eras distinto: cariñoso, atento. Ahora ni una palabra amable saco de ti.
—¿¡Qué estás diciendo!? —Rodrigo aún la amaba y se esforzaba por la familia—. ¿Qué no te presto atención? ¡Vamos al cine, a cenar! Sí, entre semana estoy ocupado, ¡pero los fines de semana estoy siempre contigo!
—No te siento cerca —dijo ella con tono glacial—. Siempre estás en tus cosas. Como si yo sobrara.
—¿Sobrar? —Rodrigo sintió un puño en el pecho—. A lo mejor soy distraído, ¡pero es por el trabajo! Sabes la presión que tengo.
—¡Eso es! —lo interrumpió ella—. Siempre ocupado, pero sin resultados. Con tanto esfuerzo deberías ganar millones, y seguimos en este piso minúsculo. Soñaba con el mar, pero contigo nunca lo veré.
—Lucía, ¡trabajo sin descanso! —suplicó él—. Quiero un piso mejor, ir a la costa. ¡Dame tiempo, lo conseguiremos!
—Llevamos tres años casados y todo sigue igual —su voz sonó helada—. Lo prometiste antes de la boda. Fui una ilusa al creerte.
—¿O sea que te casaste conmigo por promesas? —Rodrigo frunció el ceño—. Yo creí que me querías…
—Te quiero, pero… —Lucía se mordió la lengua al darse cuenta de lo que había dicho—. Ya está todo dicho. Voy a hacer las maletas.
Solo en la cocina, Rodrigo contempló el desayuno frío, sin creer que su matrimonio se rompía por un trozo de carne. Mientras ella empaquetaba sus cosas, él intentó convencerla, pero ella no habló. Cuando terminó, se fue sin una palabra.
Rodrigo pasó semanas aturdido. Esperaba que Lucía volviera, que todo fuera una broma. Pero no apareció. La llamó, rogó una reunión. Primero le dijo que no regresaría; luego cambió de número.
Cuando recibió los papeles del divorcio, supo que la había perdido para siempre. Dejó de buscarla y se encerró en sí mismo.
Un día, se encontró con la prima de Lucía, Marta. Su mirada delató que conocía la situación. Marta nunca había simpatizado con su prima y no dudó en contar chismes.
—¿Cómo estás? —preguntó con falsa compasión.
—Bien —mintió él, forzando una sonrisa.
—Me alegro —dijo ella, tocando su brazo—. Sé lo que es que te cambien por otro. Pero ánimo, eres buena persona.
—¿Por otro? —Rodrigo se quedó tieso.
—¿No lo sabías? —Marta fingió sorpresa—. ¡Lucía se fue con su jefe! Llevan meses liados. Él se divorció, y ella no perdió tiempo.
—¿Cómo lo sabes? —su voz tembló.
—La semana pasada fue el cumpleaños de mi padre —sonrió maliciosamente—. Lucía vino con el nuevo. No paraba de presumir de lo rico y exitoso que era. Dice que la felicidad está en el dinero. Y parecía muy contenta.
Rodrigo sintió una ola de rabia y dolor. Odió a Lucía por su traición y se culpó por no darle lo que quería. Despidiéndose de Marta, caminó a casa rumiando su vileza.
Pero con el tiempo, el dolor menguó. Hasta le agradeció al destino ese giro. Medio año después, recibió un ascenso. Vendió el piso y compró uno más grande en el centro de Barcelona.
Allí conoció a Raquel, una compañera de trabajo. Su amistad se convirtió en amor, y al año se casaron.
De Lucía, Rodrigo no supo más. Solo rumores: su romance con el empresario duró un año. Él volvió con su familia y la despidió de la empresa.
Una vez, la vio en el supermercado. Estaba frente a los estantes, con la mirada apagada. Al reconocerlo, Lucía giró la cabeza y se marchó rápido. Rodrigo pensó en llamarla, preguntarle cómo estaba, pero desistió. No quería regodearse.
Con Raquel era feliz. Y en el fondo, agradecía la traición de Lucía: sin ella, no habría encontrado el amor verdadero. Volviéndose, fue en busca de su esposa entre los pasillos, ansioso por abrazarla.