Cuando la familia llama a la puerta: una historia sobre una herencia que no se divide entre tres
Alejandro entró en la habitación donde su mujer veía una serie y, con calma, le soltó:
—Me ha llamado mi hermano. Dice que él y Patricia quieren venir el sábado. Que hay que hablar.
—¡Fantástico! Sabes que siempre me alegro de recibirlos —sonrió Lucía.
—Pero añadió que será una conversación seria —dijo Alejandro, mirándola con recelo—. Sin parejas, solo entre nosotros dos.
—¿No tienes idea de qué puede tratarse? —Lucía se tensó.
Alejandro guardó silencio, bajó la mirada… Y entonces lo entendió: se trataba de la herencia.
Hacía dos meses, Alejandro y Lucía habían recibido los papeles notariales como herederos legales. La tía Carmen, hermana mayor de su madre, no tuvo hijos y vivió su vida como una mujer fuerte e independiente. Cuando la salud empezó a flaquear, llamó a sus sobrinos. Solo Alejandro y Lucía se hicieron cargo de ella: la llevaban al médico, le compraban la comida, pagaban a la cuidadora, incluso la llevaron a un balneario. El resto de la familia se limitaba a enviar una postal por Navidad.
No era de extrañar que la tía Carmen les dejase todo: un piso de dos habitaciones en el centro de Madrid y una acogedora casa de campo en las afueras.
Llegó el sábado. Patricia y Javier llegaron puntuales. Sin sonrisas, sin saludos de más. Se sentaron en el salón y fueron directos al grano:
—Vale, la tía os dejó el piso. Pero lo de la casa de campo ya es pasarse —empezó Javier.
—¡Nosotros la cuidábamos! —añadió Patricia—. Cortábamos el césped, regábamos las flores. Pasábamos allí todos los veranos con los niños.
—¿Y a la tía la llevasteis siquiera una vez? —preguntó Lucía con calma—. ¿Cumplisteis alguna de sus peticiones? Os rogaba que la llevaseis al campo, que quería respirar aire puro…
—Bueno, teníamos nuestras cosas. Los niños, el trabajo… —murmuró Patricia.
—Exacto. Por eso la tía tomó sus propias decisiones —dijo Alejandro en voz baja.
—¡Os la ganasteis con astucia! —estalló Javier—. ¿Qué, no tienes huevos de repartir con tu familia?
—¿Tú los tienes para pelearte por una ruina? —replicó Alejandro, tranquilo pero firme.
Se marcharon furiosos. Pero a la mañana siguiente sonó el teléfono.
—Alejandro, ¿has cambiado la cerradura de la casa? —gritó Javier—. ¡Vine con Adrián a recoger nuestras cosas y no podemos entrar!
—La cambié. Porque no avisasteis. Venid el próximo sábado y lo arreglamos. Os llevaréis lo vuestro —contestó Alejandro antes de colgar.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó, volviéndose hacia su mujer.
—¿No conoces a tu familia? Si no hubieras cambiado la cerradura, se habrían llevado hasta los muebles. No lo dudes.
Un mes después vendieron tanto la casa de campo como su piso. Compraron uno amplio frente al mar, en Alicante. Un barrio tranquilo, colegios cerca, y encontraron trabajo rápido: Alejandro en el puerto, Lucía en una escuela primaria.
Su hija, Vega, se quedó en el piso de la tía mientras estudiaba en la universidad.
Parecía que la vida se calmaba. Pero en marzo empezaron las llamadas sin parar.
—Ya no tenemos la casa en el campo —decía Patricia al teléfono—. Así que iremos todos a vuestra casa. A principios de julio. ¡Y llevaremos también a la nieta de Roberto!
—Mejor reservad un hotel —respondió Alejandro—. Aquí vivimos, no estamos de vacaciones. Y no esperamos visitas.
—¡Pero tus suegros se quedaron con vosotros en septiembre! —protestó Patricia.
—Porque son los padres de mi mujer. A los nuestros también los habríamos acogido, de estar vivos. Pero no hay sitio para toda vuestra tropa.
—¡Sois unos egoístas! —espetó ella—. Recuerda, hermanito, por si algún día necesitas ayuda. ¡Y no tendrás a nadie!
—En este año ha aparecido tanta familia como setas después de la lluvia. Y solo se acuerdan de nosotros de mayo a septiembre. No te preocupes, no nos faltará —Alejandro soltó una risa amarga antes de colgar.