Ilusiones rotas: el precio del amor

**Esperanzas rotas: el precio del amor**

Hace años, Sofía y Jorge soñaban con tener un hijo, pero la vida les dio la espalda. El embarazo nunca llegaba, y la adopción se convirtió en su única esperanza. El camino fue agotador: entrevistas, papeleo, meses de espera. Sofía aún recordaba su primera visita al orfanato de Valencia. Los ojos de los niños, llenos de ilusión y miedo, parecían suplicar que alguien los rescatara. Entre ellos estaba Lucía, una niña de doce años con trenzas oscuras y unos ojos azules que le recordaban a su hermana fallecida. El corazón de Sofía se encogió. Jorge soñaba con un varón, pero Lucía los conquistó a los dos. Se alegraba cada vez que iban, acercándose como si fuera su hija de toda la vida.

Cuando la directora les contó que Lucía había sido adoptada y devuelta cinco veces, Sofía apenas pudo contener las lágrimas. La llamaban «la eterna del orfanato». Los motivos de los rechazos eran vagos, pero Sofía no quiso escarbar. No soportaba imaginar a una niña traicionada tantas veces por quienes debían quererla. Ella y Jorge lo tenían claro: Lucía sería su hija, y jamás la abandonarían.

Mientras esperaban la aprobación, iban llevándola a su piso en Madrid, donde le habían preparado una habitación entera. Lucía no salía de su asombro, y ellos la colmaban de cariño, intentando sanar sus heridas. Entonces ocurrió un milagro: Sofía descubrió que estaba embarazada. Parecía una bendición, como cuentan que pasa a quienes adoptan. Estaban felices, pero nunca pensaron en dar marcha atrás. Lucía ya era parte de su familia.

Cuando finalmente llegó el día, Lucía dejó el orfanato para siempre. O eso creían. El psicólogo les aconsejó hablarle de la bebé para prepararla. Lo intentaron con dulzura: le dijeron que tendría una hermanita, que la querían igual, que siempre sería su hija. Pero al mencionar que, con el tiempo, compartiría habitación, la expresión de Lucía cambió. Sus ojos se volvieron fríos, hostiles. Se levantó y se marchó sin una palabra.

A partir de entonces, Lucía actuaba raro. Cuando volvían a casa, les abrazaba con fuerza, como si temiera que desaparecieran. A veces se abalanzaba sobre Sofía por la espalda, apretándole el cuello hasta asfixiarla. «Te quiero, mamá», susurraba, pero su mirada era vacía, sus dientes rechinaban. Jorge se inquietó, pero el psicólogo les aseguró que solo era miedo a perder su atención. «Denle más cariño», les dijo.

El infierno comenzó con el nacimiento de Marta. La bebé, prematura y delicada, necesitaba cuidados constantes. Para no molestar a Lucía, la cuna estaba en el cuarto de los padres. Sofía se dividía entre las dos, agotada. Jorge ayudaba, llevando a Lucía al colegio y leyéndole cuentos. Al principio, todo parecía normal. Pero Sofía notó algo: cada vez que dejaba a Marta con Lucía, la pequeña lloraba desconsolada. Una tarde, entró y vio a Lucía tapándole la nariz a Marta entre sus dedos. La niña soltó a la bebé al verla, y Sofía, temblando, la tomó en brazos. Lucía solo la miró, sin remordimiento.

Esa noche, Jorge habló con ella. Tras insistir, Lucía murmuró que «le limpiaba la nariz». El psicólogo volvió a restarle importancia, pero días después, Sofía la encontró junto a la cuna con un biberón de agua hirviendo. Esta vez, en los ojos de Lucía solo vio un vacío aterrador.

Con el tiempo, Marta creció y se calmó. Lucía parecía aceptarla, pero Sofía ya no las dejaba solas. Planeaban un viaje a la playa, el primero de Lucía, pero llevar a Marta era arriesgado. Al explicárselo, Lucía estalló. Gritó, pataleó, se retorció en el suelo como un animal herido. Sofía estaba horrorizada. El psicólogo, increíblemente, lo vio como «una reacción sana».

Esa misma noche, mientras Jorge viajaba por trabajo, Sofía acostó a Lucía. Tras horas de cuentos y conversación, casi se convenció de que era injusta con ella. Hasta que Lucía preguntó en voz baja: «Si Marta desapareciera… ¿me querríais más? ¿Tendríais otro bebé? ¿Iríamos a la playa?». Sofía sintió un escalofrío. Su hija no necesitaba amor, sino ayuda profesional.

Al acostarse, agotada, un ruido la despertó. Abrió los ojos y vio a Lucía inclinada sobre Marta, ahogándola con una almohada. Sofía la apartó a gritos. La bebé, pálida y con los labios morados, apenas respiraba. Pero fue la mirada de Lucía lo que la paralizó: puro odio. «Odio a Marta», susurró la niña. «Si no se va, yo la haré desaparecer».

Vinieron más psicólogos, psiquiatras, intentos desesperados. Pero Lucía no cedió. Al final, Sofía y Jorge tomaron la decisión más dolorosa: devolverla al orfanato.

Ahora, Sofía miraba por la ventana mientras Jorge se alejaba con Lucía. La niña se detuvo, giró y la miró fijamente. Su expresión, cargada de rabia, atravesó a Sofía como un cuchillo. Cuando se atrevió a asomarse de nuevo, la calle estaba vacía. La nieve caía suavemente, borrando las huellas de la familia que nunca pudo ser.

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