Eché a mi hijo y a su novia embarazada. Y no me arrepiento. Ni un ápice.
Cuando cuento mi historia, la gente reacciona de distintas maneras. Algunos me critican, otros me dan su apoyo, pero yo siempre digo lo mismo: no, no me avergüenzo. Porque hice demasiado por mi hijo como para permitir que se me subiera a la chepa y encima trajera una “familia” entera.
Fui madre soltera. Mi marido —un vago y un holgazán— jamás quiso ser un padre de verdad. Trabajar no iba con él. Fumaba en casa, se emborrachaba con los colegas, me humillaba y vivía a mi costa. Aguante, pero llegó un día en que entendí: o salía yo adelante o seguía hundida con él. Así que lo eché. Igual que después hice con mi hijo.
Trabajé a destajo, sin ver la luz del día, solo para que mi hijo Álvaro tuviera de todo: comida, ropa, calor, sonrisas. Compré un piso de dos habitaciones en un buen barrio. Pero me olvidé de lo más importante: el tiempo y la educación.
Mi madre ayudaba, pero demasiado. Crió a Alvarito como si fuera un pobre huérfano al que “todo el mundo le debía algo”. No sabía hacer nada. Ni cocinar, ni limpiar, ni siquiera decir “gracias” como es debido. Eso sí, quejarse a la abuela era su especialidad. Yo era una mala madre, le obligaba a fregar los platos, no entendía su alma sensible.
A los dieciséis, Álvaro ya era más fuerte que yo físicamente, pero al mínimo reproche salía corriendo a lloriquearle a la abuela. Al ejército, claro, no fue —mi madre lo “libró”—. Estudiar no quería. Trabajar, mucho menos. Se pasaba el día en casa, comiendo, bebiendo con los amigos, gastando el dinero de su madre y jugando a la consola.
Y entonces, como un rayo en cielo despejado: «Mamá, Marina está embarazada». Marina, su novia de dieciocho años, una universitaria primeriza que no tenía ni idea de la vida. “Vamos a vivir contigo”, me soltó. Ni un “¿podemos?”, ni un “por favor”, ni un “te lo agradecemos”. Simplemente el anuncio: «Ahora somos dos, así que dánoslo todo».
Me senté a hablar con él. Le pregunté: «¿Y piensas trabajar? ¿Cómo van a vivir? ¿Criarás a un niño sin tener oficio ni beneficio?». Se quedó callado. Miró al suelo, mordisqueó el labio y no dijo nada. Y entonces lo entendí: se acabó. Había criado a un hombre que jamás maduró. Le di todo, y él asumió que era su derecho.
El escándalo fue monumental. Se lo dije todo. No estaba obligada a mantener a la futura familia de mi hijo inmaduro. Ni a su chica, que parecía creer que los hijos eran solo fotos bonitas y zapatitos rosas. Ya le había dado todo; ahora era él quien debía dar algo al mundo. O al menos a sí mismo.
Los eché a los dos. Sí, a la chica embarazada también. Porque si son lo bastante adultos para tener un hijo, que lo sean para asumir las consecuencias.
Ahora viven con mi madre. Ella sigue jugando a la salvadora, gastando su exigua pensión. Yo le pago los recibos y le compro medicinas. A mi hijo, nada. Ni un euro. Y está bien.
Muchos me dicen: “¡Pero si es tu hijo!”. Y yo respondo: ser madre no significa dejar que te tomen el pelo. Ser madre es enseñar. Y a veces, enseñar duele.
No me arrepiento. Porque si no los hubiera echado, ahora tendría a dos parásitos colgados de mi cuello y un bebé ajeno de regalo. Y yo, que se sepa, también tengo una vida.
Mi hijo lo entenderá algún día. Quizá no ahora. Quizá cuando sea padre. O quizá nunca. Pero mi conciencia está tranquila. Porque hice todo lo que pude. Y cuando alguien pisa tu amor con los pies sucios, hay que cerrarle la puerta. Aunque sea tu hijo.