El Giro del Destino: Una Nueva Vida para Verónica
Verónica freía unas croquetas de pollo en la cocina cuando llamaron a la puerta sin previo aviso. Secándose rápidamente las manos en el delantal, fue a abrir. En el umbral había dos desconocidos —un hombre y una mujer, ya mayores pero con una serenidad en su expresión—.
—¿Eres Verónica? —preguntó la mujer, saludando con un gesto amable—. Somos los padres de Francisco. ¿Podemos pasar?
El nombre resonó como un golpe en la cabeza de Verónica. Francisco, aquel que una vez le juró amor y luego la abandonó al enterarse de su embarazo. Se quedó paralizada un instante, pero asintió y retrocedió para dejarlos entrar.
Mientras tomaban una taza de té, la conversación fluyó con calma. Los esposos hablaban de su hijo con tanto cariño que casi parecía un santo. A Verónica le costaba escucharlo, pues él le había causado la peor traición. Justo cuando estaba a punto de pedirles que se marcharan, la mujer dijo de repente:
—Entiéndenos. Hoy en día hay mucho engaño, muchos estafadores. No dudamos de tu palabra, pero… —hizo una pausa—. Haz una prueba. Si el niño es realmente nuestro nieto, queremos estar presentes. Ayudar, apoyar, ser una familia.
Verónica accedió. Cuando los resultados confirmaron la paternidad de Francisco, los visitantes regresaron cargados: juguetes, ropa, un sobre con billetes… Pero eso no fue todo.
Una semana después, recibió una llamada. En el encuentro, le entregaron unos papeles: un pequeño piso, vacío y sin reformar, pero ahora era suyo y de su hijo. Un regalo. Una sorpresa. Un nuevo comienzo.
Verónica no pudo contener las lágrimas al entrar en el piso. El sofá gastado, el empapelado descascarillado, la lámpara apagada… pero era su lugar, su hogar. Abrió las ventanas de par en par, dejando entrar el aire fresco y la esperanza.
Y todo había empezado de otra manera.
Tres años antes, había llegado a la ciudad, alquilado una habitación en casa de una anciana cascarrabias y empezado a trabajar en una tienda. Estaba sola, con problemas, pero con sueños. Luego conoció a Francisco —alto, con manos fuertes y una sonrisa segura. Parecía que, por fin, había encontrado la felicidad.
Pero cuando le dijo que estaba embarazada, él se convirtió en un extraño: «¿Estás loca? ¿Qué niño? No es mío. Hazte un aborto». Y se fue.
Lloró toda la noche. La anciana, su casera, la escuchó, suspiró y luego le dijo: «Si decides tenerlo, puedes quedarte. Pero si no lo tienes, busca otro sitio. Yo no ayudo a matar niños».
Y Verónica se quedó. Dio a luz. Trabajó. Vivió. Todo por su hijo.
Un día, la anciana desapareció. Por la tarde, confesó: «Encontré la dirección de los padres de Francisco. Fui a verlos. Él murió, ¿te imaginas?… Y ellos ni siquiera sabían de ustedes». Verónica lloró en silencio esa noche, comprendiendo que, a pesar del dolor, aún guardaba algo de amor.
Y así, dos semanas después, sus padres llamaron a su puerta…
Ahora todo era diferente. El piso, aunque viejo, era suyo. La anciana, ahora una abuela de corazón, los recibía cada día con empanadas. Verónica trabajaba desde casa y en una panadería para sacar adelante a su hijo, que crecía alegre y cariñoso.
Junto a la ventana, abrazando una taza caliente, sonreía.
—Abuela, ¿cuándo volvemos a tu casa?
—Pronto, cariño. Muy pronto.
A veces la vida da giros inesperados. Lo importante es no tener miedo de seguir adelante.