La noche en nuestra acogedora casa en Sevilla era tranquila y apacible. Yo, Lucía, acababa de lavar los platos después de la cena, mi marido Javier jugaba al ajedrez con nuestro hijo Daniel, y nuestra hija pequeña Sofía arreglaba sus muñecas. De repente, sonó el timbre, y ese ruido marcó el inicio de una auténtica tragedia familiar. Mi madre, Carmen Martínez, irrumpió en nuestras vidas con acusaciones que lo revolvieron todo. Sus palabras sobre la conciencia y la herencia aún resuenan en mis oídos, y el dolor de la injusticia me parte el corazón.
Javier y yo intercambiamos una mirada; no esperábamos visitas a esas horas.
—¿Serán los vecinos? —supuso Javier mientras se dirigía a abrir.
Pero en la entrada estaba mi madre, Carmen, con el rostro serio.
—¿Mamá? —pregunté sorprendida—. ¿Qué pasa?
—¡Pasa, y mucho! —cortó ella, avanzando decidida hacia la cocina—. Pensé que lo entenderías sola, pero veo que no.
—¿De qué hablas? —pregunté confundida, sintiendo cómo la angustia crecía dentro de mí.
—¿Dónde está tu conciencia? —soltó de pronto—. ¿No piensas compartir?
—¿Compartir? ¿El qué? ¡Mamá, explícate de una vez! —la miré sin entender.
Javier, al notar que la conversación se pondría tensa, regresó en silencio con Daniel, dejándonos solas.
—¿Te sirvo un té? —ofrecí, intentando calmar el ambiente.
—Sirve agua —resopló ella, y su tono tajante dejó claro que no habría diálogo fácil.
—¿Y tu conciencia? —repitió, entrecerrando los ojos—. ¿Cuándo vas a compartir?
—Mamá, de verdad no sé a qué te refieres. ¡Habla claro! —empecé a perder la paciencia.
—Recibiste la herencia de la tía Rosario, pero no tienes prisa por repartirla con la familia. ¿Quieres quedártelo todo? —soltó al fin.
Me quedé helada. Hace nueve meses, mi tía Rosario, hermana de mi madre, me dejó en herencia un piso, una casa en el campo y sus ahorros. Fue su decisión, y la consideré justa, pues yo la cuidé en sus últimos años.
—¿Por qué debería repartirlo si la tía me lo dejó a mí? —repliqué.
—¡Vaya frescura! —se indignó—. ¡El piso, la casa, el dinero… todo para ti! ¡Y yo soy su hermana, la heredera legítima! Sí, no nos llevábamos bien, pero eso no significa que te lo quedes todo. ¿Y tu hermana Raquel? ¿Por qué ella no recibe nada?
—Mamá, por ley solo podrías reclamar si estuvieras jubilada y a cargo de la tía, pero aún trabajas. Y Raquel no tiene nada que ver —respondí con calma.
—¿Así que te lo quedas todo? —su voz tembló de rabia.
—¿Y por qué no? Cuando Raquel ganó doscientos mil euros en la lotería, no lo compartió con nadie —recordé.
—¡No compares! Doscientos mil euros y tu herencia no son lo mismo —cortó secamente, se levantó y, sin despedirse, cerró la puerta de un portazo.
Me quedé sola en la cocina, conmocionada. Raquel y yo siempre fuimos diferentes. Yo, cinco años mayor, estudié medicina y trabajo como pediatra en una clínica privada. Raquel se casó al terminar el bachiller, tuvo dos hijos, Adrián y Pablo, y nunca trabajó. Javier y yo vivimos en la casa que él construyó con ayuda de sus padres. Cuando nació Daniel, y luego Sofía, mi suegra, Margarita, se encargó de los niños para que yo terminase mis estudios. Sin ella, no lo habríamos logrado.
Mamá siempre pensó que a mí todo me caía del cielo, mientras que Raquel no tenía suerte. Ella vive en casa de nuestros padres, y toda la ayuda va para ella. La herencia de la tía Rosario se convirtió en una espina para mamá. Creía firmemente que debía compartir con Raquel y no dejaba de presionarme.
—Lucía, debes entender que darle la mitad a Raquel es justo y noble —repetía.
—Vale, mamá. Y vuestra casa, donde vivís con papá y Raquel, ¿para quién será? —pregunté.
—Es la parte de Raquel, ni lo pienses —contestó tajante.
—¿Por qué no a medias? —protesté.
—¡Porque tú ya tienes casa! —replicó.
—¡Es de Javier, no mía! ¿Y qué me tocará a mí? —intenté hacerla reflexionar.
—¿Qué más quieres? Casa, hijos, suegra que te ayuda… ¿te falta algo? —sus palabras cortaban como cuchillos.
—¡Pero eso no es mérito vuestro! La casa es de Javier, los niños los cuida Margarita. ¿Y vosotros? ¿Alguna vez os hicisteis cargo de Daniel o Sofía? ¡Mi suegra hasta dejó su trabajo por nosotros! —no pude contener la emoción.
—Tu padre y yo te criamos —espetó.
—Y a Raquel también, y seguís ayudándola. Ahora queréis quitarme lo que me corresponde. ¿Cuántas veces visitó Raquel a la tía Rosario cuando estaba enferma? ¿Quién la llevaba al médico? ¡Yo, no Raquel! —mi voz temblaba.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó mamá.
—Javier y papá están arreglando la casa del campo. Este verano, Margarita irá con los niños, y nosotros los fines de semana. Del piso aún no hemos decidido —dije.
—¡Pues que Raquel y su familia se muden ahí! Pagarán los gastos —propuso.
—No, mamá. Si alquilamos el piso, no será a ellos. Podrían pedir una hipoteca si quieren independizarse —repliqué.
—¿Y con qué la pagarían? —preguntó, sorprendida.
—Raquel podría trabajar, sus hijos ya son mayores —dije.
—¿Dónde va a trabajar? No tiene formación —contestó.
—¿Y qué, ¿va a estar en casa hasta la jubilación? —pregunté.
—No todos han tenido tu suerte, con estudios y trabajo —respondió con sorna.
—¿Suerte? ¡Me maté a estudiar! ¿Y Raquel? Le propuse hacer un ciclo formativo, pero quiso casarse. Tú la apoyaste. ¿Ahora te quejas? Aún puede formarse, aunque sea con cursos —dije.
—¿Qué cursos? ¡Va a tener su tercer hijo! —soltó—. ¡Tienes que ayudar a tu hermana!
—Mamá, si no hay sentido común, no se puede añadir. Mejor lo dejamos —corté.
Me quedé en silencio, sintiendo cómo el dolor y la rabia me ahogaban. ¿Por qué debo renunciar a lo que conseguí con esfuerzo y dedicación? Mi familia, mi hogar, mi vida… todo es fruto del trabajo de Javier y mío. Y mamá exige que sacrifique todo por Raquel, que ni siquiera intenta cambiar. Esta pelea dejó una herida profunda en mi alma, y no sé cómo sanarla.
**A veces, la familia exige más de lo que es justo, olvidando que el amor no se mide en herencias, sino en respeto y comprensión.**