Mi nombre es Olalla Sánchez y resido en Toledo, donde las murallas antiguas y las tranquilas callejuelas de Castilla-La Mancha narran historias del pasado. Mi vida comenzó en una familia corriente, pero todo cambió cuando tenía siete años: mi padre nos abandonó, dejándonos a mi madre, Esperanza, y a mí a merced del destino. Desde entonces, ella se convirtió en mi mundo: una figura severa e inflexible. Hizo lo posible por darme todo lo que podía, pero su crianza era fría como el viento invernal. Nuestro hogar no conocía la ternura ni la compasión, solo estrictas normas, exigencias interminables y un pesado sentido del deber que cargaba sobre mis hombros desde la infancia.
Al regresar del colegio, no me recibía una cena caliente ni una cariñosa pregunta sobre mi día. En su lugar, escuchaba una voz tajante: “Lava los platos, ordena tu habitación, haz los deberes”. ¿Cansancio? ¿Ganas de hablar? No se consideraban. Mi madre creía que la vida era disciplina y autonomía. “Yo sola mantengo esta familia”, solía decirme, “aprende a arreglártelas por ti misma”. Sus palabras eran como cuchillos que me forzaban a madurar antes de tiempo. Soñaba con ser artista, escribir cuentos, pero cada vez que intentaba compartir, recibía un frío “Eso no te dará de comer, mejor estudia para ser economista o abogado”. Mis sueños se apagaban bajo su mirada, y mis peticiones encontraban siempre la respuesta “Agradece que tienes un techo y comida en la mesa”.
Los años pasaron. Crecí, conseguí mi propio hogar y trabajo, y aprendí a vivir de otra manera, con calor, atención y cariño. Pero cuando mi madre envejeció y me pidió vivir conmigo para no estar sola, se reabrieron viejas heridas. Todos aquellos años en que anhelaba su amor y apoyo volvieron a mi mente. Y decidí que si quería vivir conmigo, sería bajo las mismas condiciones que impuso en mi infancia.
Le asigné una habitación en el rincón más alejado de la casa. “Aquí estarás cómoda”, le dije secamente, colocando una cama sencilla, una silla y una mesilla de noche. Me miró con sorpresa, pero guardó silencio. Pronto, elaboré un horario: horas fijas para comer, una lista de tareas del hogar. “Puedes ayudar con la limpieza y la colada”, añadí con el mismo tono que ella usaba para dirigirse a mí. Cuando se quejaba de dolor de espalda o de cansancio, respondía con sus mismas palabras: “Agradece que tienes un techo y comida en la mesa”. Si intentaba hablar de algo personal, la interrumpía con frases cortas, alegando estar ocupada.
Al principio, no comprendió que yo reflejaba su pasado. Sonreía, decía lo bueno que era estar juntas, pero pronto noté cómo su mirada se apagaba, cómo se volvía más callada, pasaba más tiempo cerrada en su cuarto. Por la noche escuchaba sus suspiros, pero no acudía a ella, recordando cómo yo misma, de niña, miraba al techo esperando un poco de calidez. A las pocas semanas, tímidamente me preguntó: “Olalla, ¿soy una carga para ti?” Recordando haber hecho esa misma pregunta, copié su tono al responder: “Debemos ser autosuficientes. Todos tenemos que aprender a vivir sin ayuda ajena”. En sus ojos apareció una chispa de arrepentimiento; comenzó a comprender que sus lecciones volvían como un búmeran.
Una noche la encontré en la cocina. Se sentó mirando sus manos arrugadas y débiles, y me dijo en voz baja: “Perdóname. Quise hacerte fuerte, pero quizás exigí demasiado”. Me quedé inmóvil. En mí peleaban el rencor y la compasión. Quise vengarme, demostrarle todo, pero al contemplar su rostro fatigado, comprendí que ella también lo tuvo difícil. Quizás no sabía amar de otro modo.
Esa noche llevé dos tazas de té y me senté enfrente. Hablamos por primera vez en muchos años: de la vida, del pasado, de mis sueños no cumplidos. Ella escuchó sin interrumpir, y por primera vez sentí que mis palabras no se perdían en el vacío. Desde aquel día, todo empezó a cambiar. Mantuve el orden en la casa, pero añadí suavidad. Comenzamos a pasar tiempo juntas no por obligación, sino cuando lo deseábamos. Entendí que su firmeza me forjó, pero la bondad la encontré por mí misma.
Ahora no me arrepiento de haberla invitado a vivir conmigo. Nuestra historia no trata de venganza, sino de cómo, incluso tras años de dolor y decepción, es posible encontrar el camino hacia la reconciliación. Ella me dio fuerza, aunque dura, y yo le enseñé calidez. Ambas cambiamos, y en esta casa, donde antes reinaba el frío, ahora se pueden escuchar conversaciones apacibles y el tintineo de las tazas sobre la mesa, signos de una nueva cercanía nacida de viejas heridas.