Embarazada de un colega casado que me abandonó a mi suerte

Me llamo Lucía Mendoza García y vivo en Toledo, donde las antiguas calles empedradas guardan secretos bajo la sombra de su catedral. Cuando caí en los brazos de mi compañero Alejandro, mi corazón cantaba de felicidad. Soñaba con ser su única mujer, su amante eterna. Con el tiempo, el sueño se cumplió… pero sazonado con mentiras: debía compartirlo con su esposa, Sofía.

Recién ingresada en la empresa, me enviaron con él a una negociación crucial en Madrid. Cerramos el trato y él propuso brindar: «¿Una copa? No firmamos acuerdos así todos los días». Acepté sin dudar. En el bar del hotel, el whisky aflojó nuestras palabras. La conversación fluyó como el vino, hasta que sus labios encontraron los míos. En el ascensor, sus manos me atraparon con una urgencia que me dejó sin aliento. Aquella noche en su habitación fue un huracán de sábanas revueltas y promesas susurradas.

De vuelta en Toledo, confesé todo a mi colega Carmen, mi confidente. «¡No te encariñes!», advirtió secamente. «¿Por qué?». «Está casado». El golpe me dejó sin aire. Alejandro solo tenía veintiocho años; ¿quién se casa tan joven ahora? Se lo pregunté directamente. «Sí, llevo un año casado», admitió. Pero seguimos viéndonos. Su piso heredado de los abuelos se convirtió en nuestro refugio clandestino. Cada encuentro me hundía más en su piel.

Una mañana de domingo, entre sus brazos, osé pedirle: «Déjala. Seremos felices». Su mirada se nubló: «Te quiero, pero no puedo». «¿Por qué?». «Está enferma. Muy enferma». Contuvo el llanto. «¿Qué tiene? ¿Por qué no me lo dijiste?». «Cáncer de ovarios. La operan este jueves». Me conmoví. Rezé por Sofía con lágrimas auténticas. Tras la cirugía, alejé a Alejandro: su lugar estaba con ella.

Pasaron cuatro meses sin que me buscara. Cuando le reclamé, arguyó: «Necesita otra intervención». «Comprendo su dolor, pero yo también existo», repliqué. «Tienes razón —cedió—. Quedemos el sábado». Esa noche, entre sudor y gemidos, volví a mencionar el divorcio. Su rostro se endureció: «Nunca la dejaré. Es la sobrina del director». «¿Entonces lo del cáncer era mentira?». Salió dando un portazo.

Días después, una mujer de pelo ébano y tacones afilados preguntó por él en la oficina. Carmen musitó: «Es Sofía». Busqué un pretexto para entrar a su despacho. Sofía irradiaba salud: vestido de seda, risa cristalina. Me sentí una sombra junto a ella. «¿Sabías lo de su enfermedad?», indagué después. «¿Enfermedad? ¡Si corre maratones!», se rio Carmen. La verdad me ahogó: todo fue farsa.

Empecé a marearme cada mañana. «¿Estarás embarazada?», sugirió Carmen. El test mostró dos líneas. En la consulta, el médico confirmó: ocho semanas. Recordé nuestra última noche sin protección. Llamé a Alejandro. «Hazte un aborto», ordenó. «No». «Entonces te despediré». «No intimidarás a mi hija», grité. Cumplió su amenaza. Una amiga me colocó de dependienta en una librería; el dueño, compadecido, aceptó a una embarazada.

La niña nació prematura, frágil como un pétalo. La llamé Alma, por la luz que trajo a mi oscuridad. Él nunca lo supo. Ni lo sabrá. Me traicionó cuando más temblaba el suelo bajo mis pies. Ahora veo su sonrisa de mentiras en mis pesadillas, pero sigo en pie. Criaré a Alma entre páginas de cuentos y batallas calladas. Que él se pudra en su ascenso laboral. Nosotras, entre libros viejos y biberones, escribiremos nuestro propio final.

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Embarazada de un colega casado que me abandonó a mi suerte