Nadie me esperaba. Mi padre se casó con mi madre no por amor, sino porque no tenía otra opción: ella estaba embarazada de mí. Nunca me dejó olvidarlo. Me lo repitió más de una vez, con esa sonrisa fría y amarga: “Si no fuera por ti, mi vida habría sido completamente diferente.”
Antes de mí, tenía libertad, sueños, diversión. Luego llegué yo y todo eso terminó.
Pero cuando nació mi hermana… todo fue distinto. Ella sí fue esperada, querida, celebrada. Yo tenía tres años, pero lo entendí de inmediato: ella era la hija que realmente habían deseado. Su cabello claro, sus ojos brillantes, su risa encantadora… todo en ella era motivo de admiración. Pedía algo y lo obtenía. ¿Un vestido nuevo? Por supuesto. ¿Juguetes, dulces, dinero? Sin dudarlo.
¿Y yo? Solo tenía reglas. Disciplina. “Es por tu bien”, me decían.
Los años pasaron y nada cambió. En la escuela tuve que aprender a sobrevivir solo. Nadie se preocupaba por mí, nadie preguntaba si necesitaba ayuda. Pero mi hermana… a ella la protegían, la mimaban, creció convencida de que el mundo giraba a su alrededor.
A los veinte años supe que en esa casa no había lugar para mí. Hice mis maletas y me fui. A Sevilla. Una nueva ciudad, una nueva vida. Nadie me detuvo. Nadie siquiera preguntó qué sería de mí. Yo fui quien llamó primero, pero cada conversación era fría, distante, sin alma.
Pero el destino tenía otros planes. Conocí a una mujer que me amó de verdad. No por dinero, no por interés, sino por quien soy. Nos casamos, tuvimos hijos y, por primera vez en mi vida, supe lo que era ser parte de una familia de verdad—una familia que me amaba y me valoraba.
¿Y mi hermana? Nunca se casó. Ningún hombre era “lo suficientemente bueno” para ella. Pasó su vida esperando a alguien que le entregara el mundo en bandeja de plata. Pero ese alguien nunca llegó.
Entonces, nuestro padre enfermó. Y de repente, ella recordó que yo existía. O mejor dicho, recordó mi billetera.
Apareció en mi casa furiosa, llena de reproches.
“No estás haciendo lo suficiente. Deberías mandar más dinero. Es nuestro padre, le debemos esto.”
¿Debemos? ¿Yo le debo algo?!
Cuando era niño, no me dieron nada. Ni cariño, ni apoyo, ni siquiera una moneda para comprarme un helado. Si quería algo, tenía que ganármelo—limpiando pisos, cargando leña, haciendo trabajos para los vecinos. Mientras tanto, mi hermana lo tenía todo sin mover un dedo.
¿Y ahora venía a exigirme dinero?
Ya los había estado ayudando. Cada mes enviaba dinero. Pero nunca era suficiente.
La miré a los ojos y le dije: “Tú siempre fuiste la favorita. Ahora te toca a ti cuidar de ellos. Yo ya hice más que suficiente.”
Y aun así… al final, volví a enviar dinero. Más que antes. Solo para que se callaran. Solo para que me dejaran en paz.
Pero dime… ¿Tú los habrías perdonado?