**Diario de un padre desesperado**
Hace más de medio año que mi yerno está sin trabajo y vive a nuestra costa, y mi hija, en vez de verlo, lo defiende. No hay palabras para describir el dolor de ver cómo una familia se desmorona cuando los adultos se niegan a asumir la responsabilidad de sus vidas. Hace poco discutí con mi hija, y todo por culpa de él, un hombre que lleva ocho meses sin empleo y sin mostrar la más mínima iniciativa para cambiarlo. Y mi hija… lo justifica. Dice que es vergonzoso aceptar cualquier trabajo, con su experiencia y estudios. Pero vivir como parásitos de los padres, al parecer, no le da pena.
Hace dos años celebraron su boda. Fue un día hermoso, todo en orden. Nosotros, los padres de ambos, les ayudamos a comprar un piso en Madrid —pusimos la mitad cada familia. Ellos hicieron la reforma; en aquel entonces trabajaban los dos y les llegaba el dinero. Sí, gastaban a veces sin mucho sentido, pero no nos metimos: son adultos, que aprendan.
Hace seis meses nació mi nieto. ¡Qué alegría! Pero junto con la felicidad llegaron los problemas. Mi hija se fue de baja maternal, y casi al mismo tiempo, mi yerno se quedó en paro. No tenían ahorros. Nos pidieron ayuda, y mi mujer y yo, claro, no les negamos nada. Los suegros también colaboraron. Compramos todo, desde el carrito hasta la cuna. Mi hija cobra una miseria, y él busca trabajo… desde hace ocho meses.
Prometió que sería temporal, que pronto encontraría algo digno y nos devolvería el dinero. Ni siquiera exigimos que nos lo devolviera, solo que se espabilaran. Pero el tiempo pasa y nada cambia. Mi mujer y yo estamos agotados. ¿Tan difícil es aceptar un empleo temporal —en un almacén, de repartidor, lo que sea? Pero él dice que “eso no es para alguien como él”. Y mi hija asiente.
El otro día estallé y le dije lo que pienso. Le recordé que es hombre, padre, y debe mantener a su familia. Pero él se tumba en el sofá esperando que las estrellas se alineen y le ofrezcan el trabajo perfecto con un sueldo de tres mil euros. Mientras, mi mujer y yo nos partimos la espalda para que no pasen hambre.
Mi hija se enfadó. Me acusó de ser cruel, de no entender su situación. Que si acepta “cualquier cosa”, no tendrá tiempo ni energías para buscar algo mejor, y además llegará cansado y de mal humor. “¿Para qué quiero eso?”, dijo. Con el niño, supongo, ya tiene suficiente.
Escucharla me hervía la sangre. ¿Cuándo empezó esta generación a creer que los padres debemos mantener no solo a ellos, sino también a sus hijos? Mi mujer y yo la criamos sin ayuda de los abuelos, trabajamos duro y salimos adelante solos. Nunca esperamos que nadie resolviera nuestros problemas. Pero ellos… se han instalado en la comodidad.
Hablé con mi consuegra. Ella tampoco está contenta; dice que su hijo se queja de estar agotado, pero ni coge la fregona, mucho menos busca trabajo. Nos pusimos de acuerdo: basta. Es hora de cerrar el grifo. Nada más de comprarles la comida semanal, ni pañales, ni un euro de más. Solo lo imprescindible, repartido entre las dos familias.
Puedo sonar duro. Sí, son nuestros hijos. Pero, ¿es amor permitirles hundirse? ¿Es cariño dejar que se conformen con ser una carga? Tienen que entender que una familia se construye con esfuerzo, no es unas vacaciones eternas.
Si no les damos un golpe de realidad ahora, dentro de un año estarán peor. Él seguirá esperando el empleo soñado, y ella repitiendo que “hacen lo correcto”. Solo que ya no vivirán de su propio esfuerzo, sino del nuestro… y sin un ápice de vergüenza.
Y todo esto, delante del niño. ¿Qué ejemplo le están dando?