Ana firmó el último documento y se reclinó en la silla de la notaría con un suspiro de alivio. El sol de septiembre entraba por las ventanas, iluminando los sellos frescos en la escritura de compraventa. Por fin, la casa para su madre estaba a su nombre. Era hora de empezar la mudanza.
“Enhorabuena, Elena”, sonrió el notario, extendiéndole los papeles. “La casa es oficialmente de su madre.”
“Muchas gracias”, respondió Ana, guardando los documentos con cuidado. “Mamá estará feliz. Toda la vida soñó con una casa con jardín.”
La casa era perfecta: dos plantas, un patio amplio, en un barrio tranquilo cerca del centro de Sevilla. Valentina, su madre, llevaba años en un minúsculo piso, quejándose de los vecinos ruidosos. Ahora tendría su propio espacio para vivir sus últimos años en paz.
Al día siguiente, Ana y su marido, Luis, comenzaron la mudanza. Valentina revoloteaba entre las cajas, aplaudiendo de vez en cuando.
“Ana, hija mía, ¡qué maravilla!”, repetía, recorriendo las habitaciones. “¡Qué casa tan bonita, y el jardín! Plantaré rosales, manzanos”
Luis cargaba muebles en silencio, lanzando miradas elocuentes a su esposa. Él nunca había aprobado gastar tanto en la casa, creía que a su suegra le bastaba con una casita modesta. Pero no discutióel dinero era mayormente de Ana, así que ella decidía.
“Mamá, aquí tienes las llaves”, dijo Ana, entregándole un llavero. “De la verja, la puerta principal, la trasera. Recuerda cuál es cuál.”
“Claro, claro”, asintió Valentina, cogiendo las llaves con ternura. “Lo recordaré todo. Cuánto te preocupas por mí”
Al anochecer, lo esencial ya estaba dentro. Valentina paseaba por la casa, maravillada. Ana la observaba, satisfecha.
“Bueno, ahora a disfrutar”, abrazó la anciana a su hija. “Mañana vuelvo para ordenar los detalles.”
“Gracias, cariño”, sollozó Valentina. “No sé cómo agradecértelo.”
De camino a casa, Ana pasó por la de su suegra, Carmen, a recoger a Luis, que había dejado allí el coche por la mañana. La mujer la recibió en la puerta con gesto agrio.
“¿Ya le has comprado el palacio a tu madre?”, soltó Carmen, sin saludar.
“Sí, una casa”, respondió Ana con calma. “Se merece una vejez tranquila.”
“¿Y nosotros no?”, bufó la suegra. “Llevamos toda la vida en esta ruina, con goteras y grietas. Y vosotros compráis mansiones a extraños.”
Ana arqueó una ceja. ¿Extraña? Valentina era su madre. Pero no quiso discutirCarmen se había vuelto más irritable últimamente.
“Al menos le habéis hecho un regalo a la familia”, murmuró la suegra al despedirlos.
Ana decidió ignorarla. Carmen siempre envidiaba lo ajeno. Lo importante era que su madre estaba feliz.
La semana pasó volando. Ana llamaba a diario. Valentina contaba entusiasmada cómo decoraba, conocía a los vecinos, planeaba el jardín.
“Mamá, pasaré mañana después del trabajo”, dijo Ana el jueves. “Traeré comida, por si necesitas algo más.”
“Claro, hija, ven”, respondió Valentina. “Te enseñaré cómo he dejado todo.”
El viernes, Ana salió temprano del trabajo, compró provisiones y se dirigió a la casa. Al llegar, algo le llamó la atención: ropa tendida que no era de su madre. Camisas de hombre, pantalones de niño, pañuelos coloridosnada que Valentina usara.
Aparcó y vio bolsas y cajas desconocidas en el patio. En el porche, reconoció con horror las cosas de su madrevestidos, jerséis, zapatillasapiladas como trastos.
El corazón le latía con fuerza. Probó las llaves en la puerta, pero no giraban. La cerradura era nueva.
“¿Qué demonios?”, murmuró, probando otras entradas. Todas con cerraduras cambiadas.
Una vecina asomó.
“¿Busca a la dueña?”, preguntó. “La echaron hace tres días.”
“¿Cómo que la echaron? ¡Es la casa de mi madre!”
“La pobre doña Valentina me lo contó. Ahora vive aquí su suegra. Dice que la casa es de toda la familia.”
Ana sintió la sangre arder. ¿Habían echado a su madre para que Carmen se instalara?
“¿Dónde está mi madre?”, preguntó con voz temblorosa.
“Salió con sus bolsas. Lloraba, no sabía adónde ir. Su suegra dijo que la casa era para todos.”
Ana apretó los puños y se dirigió a la puerta. Entonces apareció Carmen, con un manojo de llaves en la cintura y aire de dueña absoluta.
“¡Ah, llegaste!”, dijo con suficiencia. “Ya casi está todo en orden.”
Ana la miró fríamente. “¿Dónde está mi madre?”
“Está en el porche”, sonrió Carmen. “Hay que decidir quién vive dónde. Yo me ocupétengo más experiencia.”
“¡Esta casa es de mi madre, no un pis