Ya no te necesitamos

Lucía llegó al trabajo con el corazón en vientos. La noche anterior había firmado el divorcio. Sus compañeras, enteradas de todo, intentaban animarla:

—Cariño, no es el fin del mundo —decía Marta, divorciada desde hacía cinco años—. Eres fuerte y sacarás adelante a tus hijos. Él se arrepentirá.

—Tiene razón —apuntaba Paula—. Los hombres son así: si ven que sufres, se creen imprescindibles. Pero si te ven feliz, les duele. ¡Ánimo, Lucía! Mantén la cabeza alta.

Ella asentía, pero por dentro rumiaba: «Fácil es decirlo. ¿Cómo mantendré a los niños sola? Además, ellos adoran a su padre».

Tras una década de matrimonio, Alejandro había llegado una tarde y soltado:

—Me voy con otra mujer. No te quiero.

—¿Otra más joven, supongo? —replicó ella, conteniendo el temblor—.

—No. Con una madre soltera de dos hijos.

—Abandonas a los tuyos por criar ajenos… Pues adiós y buena suerte —musitó, negándose a llorar frente a él.

Las lágrimas llegaron al cerrarse la puerta. «¿Cómo pudo elegir a alguien que sabe lo que es esto?», pensaba. Pero no hubo tiempo para el duelo: los niños, Carlos y Diego, preguntaban por su padre, quien jamás los llamó. Una vez, al encontrarlo en la calle, corrieron hacia él gritando «¡Papá!». Esa noche, tras consolarlos, Lucía llamó a Alejandro:

—Visítalos, al menos. No te divorciaste de ellos.

Silencio. Colgó. Comprendió que no los quería.

Con los meses, los niños dejaron de mencionarlo. Los fines de semana, Lucía los llevaba al cine, al parque o a talleres infantiles. En casa, amasaban galletas con formas de animales, riendo al rescatar sus «obras maestras» del horno. Aunque el dinero ajustaba —su sueldo de administrativa apenas alcanzaba—, los profesores elogiaban a los niños en las reuniones.

Un invierno, resbaló cerca de casa. Un hombre salió de un coche y la ayudó a levantarse.

—Buenas tardes —dijo él, recogiendo su bolsa de la compra.

—¿Buena? ¡Si acabo de morder el suelo! —bufó, antes de rectificar—. Gracias, de verdad.

—¿Segura que no necesita que la lleve? Soy Javier —sonrió, señalando su portal—.

—Lucía. Ya llego.

Dos días después, él aguardaba en su calle con flores.

—Hoy sí es buena tarde, ¿no? —bromeó.

Cenaron juntos en una cafetería. Él confesó:

—Perdí a mi mujer y a mis hijos en un accidente. Hace seis años.

Ella, conmovida, pensó: «Yo lloraba por un divorcio, y él…».

Con el tiempo, Javier se hizo parte de la familia. Los niños lo adoraban, contándole sus travesuras. Una noche, él le propuso matrimonio.

—Sí —respondió, sabiendo que ya eran una familia.

Años después, Alejandro llamó.

—Volvamos —suplicó.

Lucía rio.

—¿Después de ver cómo brillo con Javier? Los niños lo llaman papá. Tú eres un fantasma.

—Pero…

—Adiós.

Colgó, recordando las palabras de sus amigas: algunos hombres no soportan ver feliz a quien dejaron. Pero ella ya no era de él. Había aprendido que, a veces, la familia se elige.

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