«No le debes nada a nadie. Solo a tu hijo…»
A María le tocó un raro día libre, y decidió mimar a los suyos con algo dulce. Tras pensarlo un momento, se decidió por un pastel de manzana, el favorito de la casa. Pero al abrir la despensa, se dio cuenta: no quedaba harina. Así que se puso el abrigo, cerró la puerta con llave y salió hacia la tienda más cercana. Nadie estaba en casa en ese momento—su marido, Antonio, y los niños habían ido al pueblo vecino a visitar a sus padres, y su hija, lo sabía bien, se había quedado en la ciudad.
Sin embargo, al volver con las compras, un escalofrío le recorrió la espalda: había alguien dentro. Y no solo eso—en el recibidor estaban los zapatos de su hija. El corazón se le encogió. Dejó las bolsas en silencio en la cocina, caminó hacia la habitación de su hija y ahí… se quedó inmóvil. Enroscada en la cama, sollozando, estaba su Lucía.
Por un instante, María no supo qué hacer, pero pronto reaccionó. Se sentó junto a ella y le acarició el pelo. Entre lágrimas, Lucía empezó a hablar. Le contó de Luis, de cómo juró amarla, de cómo llevaban casi un año juntos. Y de cómo todo se había derrumbado de golpe.
Cuando Lucía descubrió que estaba embarazada, al principio sintió alegría—miedo, pero alegría. Pensó en hablar primero con Luis y luego decírselo a sus padres. Pero él tuvo más miedo. Mucho más. Desapareció—no respondía llamadas, la borró de las redes, como si nunca hubiera existido.
—Mamá—lloriqueó Lucía—, no te enfades, por favor… No quería ocultártelo. Solo pensé que todo sería distinto…
María calló. No por rabia. Por dolor. Por la indignación que sentía por su hija. La abrazó y le susurró:
—No me debes nada, ¿me oyes? Solo a tu bebé. Lo demás lo resolveremos juntas.
Esa noche, cuando Antonio llegó con los niños, María le contó lo ocurrido. Él guardó silencio largo rato. Luego miró a su hija, a su mujer, y sonrió:
—Bueno, Mari… Sabes que siempre quise una tercera niña. Si no fue posible, al menos tendremos una nieta. O quizá un nieto. Y al fin y al cabo, esto es felicidad. Inesperada, complicada, pero nuestra.
María respiró aliviada. Antonio era un hombre sencillo, pero de palabra firme. Lucía esbozó una sonrisa entre lágrimas. Esa noche cenaron todos juntos, sabiendo que pronto habría una persona más en la casa.
Decidieron en familia: Lucía tomaría un año sabático y, tras el nacimiento, retomaría sus estudios. Antonio fue tajante respecto a buscar a Luis:
—Un yerno así no nos sirve. Los cobardes no caben en esta familia.
Todos estuvieron de acuerdo.
Pero, como suele pasar, el pueblo empezó a murmurar. Susurraban: «llegó con el niño en el vientre», «es de un hombre casado», «ella se lo buscó». Nadie lo decía abiertamente, pero María lo notaba—la señalaban con el dedo.
Un día en la frutería, la cotilla del lugar, Remedios, se le acercó:
—Hola, Mari. Me han dicho que tu Lucía está en estado, ¿no? ¿Y de quién será? ¿O ni ella lo sabe?
María colocó una caja de velas delante de ella.
—Para que veas mejor al meter las narices donde no te llaman. Porque yo no le veo nada sospechoso a mi hija. Pero tú, con más luz, igual lo descubres.
Las mujeres de la cola soltaron risitas. Remedios palideció y no volvió a chismorrear.
Lucía dio a luz a una niña. La llamaron Alba. Antonio la adoraba. Dos años más tarde, Lucía se casó con un hombre bueno, que aceptó a la pequeña como suya. Vivieron felices mucho tiempo—en amor y respeto.
Como debe ser en una familia de verdad.