Ya no eres mi madre: la traición de una hija que rompió el sacrificio de una vida

**10 de mayo, Madrid**

Cuando tenía veinte años, di a luz a Lucía. Era casi una niña, ingenua y locamente enamorada de su padre. Él nos abandonó cuando la pequeña no cumplía ni un año. Simplemente se marchó, diciendo que no estaba preparado, que la vida recién empezaba para él. Me quedé sola, sin apoyo, sin padres — mi madre murió joven, y mi padre nos dejó cuando éramos niños.

Trabajé en dos empleos, vivía en un piso compartido, y Lucía enfermaba a menudo. La llevaba de médico en médico, hacía colas interminables, a veces me dormía en los bancos del ambulatorio. No tenía tiempo para mí. Vivía solo por ella. Comprarme un vestido era dejar de comprarle medicinas. Salir con alguien significaba dejarla al cuidado de otro, y no confiaba en nadie.

Lucía fue una niña brillante. En el instituto sacaba las mejores notas. Me desviví por pagar clases particulares, talleres y actividades. Lloraba en silencio cuando veía que algo le costaba, y me alegraba más que ella cuando aprobó el examen de ingreso a Medicina con matrícula.

Pero después, todo cambió.

En segundo año de carrera, conoció a Álvaro. Diez años mayor, divorciado, con un hijo. Me quedé helada.

—Lucía, ¿estás segura? No es para ti.

—¡No te metas en mi vida! ¡Ya no soy una niña! —me gritó.

Y con cada mes que pasaba, se alejaba más. Lo idealizaba. Según Álvaro, siempre eran los demás los culpables: su ex era una egoísta, su trabajo lo explotaba, la gente le tenía envidia. Y yo… era la madre controladora que había arruinado su infancia. Claro, él se lo repetía.

Intenté callarme, pero un día no pude más.

—Te está utilizando. Te manipula. Esto no es amor.

—¡Estás celosa! ¡Tú nunca tuviste a un hombre así, por eso odias que yo sí lo tenga!

Dolió como un cuchillo.

Un año después, me anunció que se casaban. Y que se mudaría con él.

La ayudé a hacer las maletas, compré mantas y vajilla. Pero al despedirnos, ni siquiera me abrazó.

—No finjas que te duele. Siempre quisiste que me fuera —susurró.

Y se marchó.

Tras la boda, apenas la veía. Yo llamaba, escribía… Sus respuestas se volvieron cortantes. Hasta que bloqueó mi número.

Una conocida me contó que Álvaro la había convencido: según él, yo era tóxica, una madre venenosa que la había dañado desde pequeña. Que por mi culpa, no sabía vivir.

Pasaron dos años. La vi por casualidad en un supermercado. Estaba con él. Ojerosas, demacrada, tensa.

—Lucía, hija… —me acerqué.

—No te acerques —murmuró—. Ya no eres mi madre.

Y se fue.

Me quedé entre los pasillos, temblando, como si todo —noches en vela, fiebres, hospitales, lágrimas, trabajos, platos vacíos— se borrara de repente. Como si me arrancaran de su vida, como una hoja inservible de un cuaderno.

No sé si volverá. Si recordará las veces que velé su sueño cuando tenía fiebre. Las veces que dejé de comer para comprarle libros. Todo lo que renuncié para que tuviera futuro.

Solo sé una cosa: soy su madre. Aunque ella lo niegue, eso no cambia la verdad. Y seguiré amándola. Incluso desde ese lugar donde ya no duele.

**Lección:** El amor no siempre es correspondido, pero eso no lo hace menos verdadero. A veces, amar significa soltar, aunque duela más que quedarse.

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