“Ya no eres mi madre”: cómo mi hija traicionó a la mujer que le dio la vida
Cuando nació Lucía, yo tenía veinte años. Una chiquilla, vamos. Inocente, pero locamente enamorada de su padre. Él me dejó cuando la niña ni siquiera había cumplido el año. Hizo la maleta y desapareció. Dijo que no estaba preparado, que la vida acababa de empezar. Me quedé sola, sin apoyo, sin padres —mi madre murió joven, y mi padre nos abandonó de pequeñas.
Trabajaba en dos empleos, vivía en un piso compartido, y la niña enfermaba a menudo. La llevaba de médico en médico, hacía colas interminables, a veces me dormía en los bancos del ambulatorio. No tenía tiempo para mí. Solo vivía para ella. Comprarme un vestido significaba no comprarle medicinas a Lucía. Salir con alguien implicaba dejarla con otra persona, y yo no confiaba en nadie.
Lucía creció siendo una buena estudiante. En el cole era de las mejores. Me desviví por pagarle clases particulares, cursos, actividades. Lloraba por las noches cuando algo se le atragantaba. Me alegraba más que ella cuando entró en Medicina con beca.
Y luego todo empezó a cambiar.
En segundo de carrera apareció él: Jorge. Diez años mayor, divorciado, con un hijo. Me quedé helada.
—Lucía, ¿estás segura? No es para ti.
—¡No te metas en mi vida! ¡Ya no soy una niña! —me gritó entonces.
Y con cada mes que pasaba, se alejaba más. A Jorge lo idealizaba. Él siempre tenía la culpa de todo… pero nunca era suya. La ex era una bruja. El trabajo, injusto. La gente, envidiosa. Y yo… la madre controladora que la había amargado la vida. Él se encargó de decírselo.
Intenté aguantar. Pero un día no pude más y solté:
—Se está aprovechando de ti. Te manipula. Esto no es amor.
—¡Tienes envidia! ¡Nunca tuviste a un hombre así y por eso te pone de los nervios!
Me dolió.
Un año después me anunció que se casaban. Y que se mudaba con él.
La ayudé a hacer las maletas, le compré mantas y vajilla. Y cuando nos despedimos, ni siquiera me abrazó.
—No finjas que te duele. Siempre quisiste que me fuera —susurró.
Y se fue.
Después de la boda, la veía poco. Yo llamaba. Escribía. Las respuestas eran cada vez más cortas. Hasta que bloqueó mi número.
Me enteré por una amiga que Jorge le había convencido del todo: le dijo que yo era tóxica, que la había arruinado desde pequeña, que por mi culpa no sabía vivir.
Pasaron dos años. La vi por casualidad en el supermercado. Iba con él. Cansada, mirada perdida, nerviosa.
—Lucía, hija… —me acerqué.
—No te me acerques —susurró—. Ya no eres mi madre.
Y se marchó.
Me quedé entre los pasillos de legumbres, temblando. Como si todos esos años —noches en vela, fiebres, hospitales, lágrimas, trabajos, platos sin terminar— se esfumaran. Como si me hubieran arrancado de su vida, como una página inservible de un cuaderno.
Y no sé si volverá. Si recordará cómo me sentaba junto a su cama cuando estaba enferma. Cómo dejaba de comer para comprarle un libro. Cómo lo dejé todo con tal de que tuviera futuro.
Solo sé una cosa: soy su madre. Aunque ella lo niegue, eso no cambia la verdad. Y la seguiré queriendo. Incluso desde ese lugar donde ya no duele.