Ya no confío en mi suegra: un error que no puedo perdonar
Mi amiga se llama Almudena, y cría sola a su hijo. Su exmarido la abandonó antes de que el niño naciera, y desde entonces ella carga con todo—desde el colegio hasta las noches en vela y las visitas al médico. Su hijo tiene seis años y sufre una grave alergia alimentaria. Los informes médicos, las pruebas, las consultas con el alergólogo… Todo forma parte de su vida.
Almudena vigila con rigurosidad lo que come su niño. Es alérgico a los lácteos, el chocolate, los frutos secos y algunas frutas. La mínima desviación de su dieta provoca urticaria, picores y, a veces, hinchazón y debilidad extrema. Pero, como muchas madres, tiene un familiar problemático: su suegra, que se cree más lista que los médicos y repite que «antes los niños comían de todo y no les pasaba nada».
Un día, Almudena tuvo que ir urgentemente al dentista. Le tocaba una extracción con anestesia y reposo—no una hora, sino toda una mañana. Como en la clínica no admitían niños, no le quedó más remedio que dejarlo con su suegra. La mujer, como siempre, le aseguró que todo estaría bajo control: «No te preocupes, sé perfectamente lo que puede tomar y lo que no».
Almudena incluso preparó una lista con los alimentos permitidos y dejó un tupper con comida segura. Al irse, le recordó otra vez: «Por favor, nada de chocolate, galletas o zumos envasados». La suegra asentía, sonreía y fingía escuchar.
Horas después, Almudena regresó y enseguida supo que algo iba mal. La cara del niño estaba llena de manchas rojas, las mejillas ardientes, y él, apático, se rascaba los brazos. Cuando le preguntó, el pequeño contestó con sinceridad: «La abuela me dio un pastelito, caramelos y té con mermelada. Dijo que exageras, y que un poquito de dulce no hace daño».
Furiosa, Almudena se enfrentó a su suegra, exigiendo saber cómo se atrevía a ignorar las indicaciones médicas. La respuesta la dejó helada:
—¡Deja de exagerar! ¿Qué alergia ni qué tonterías? Antes no existían esas cosas y todos crecían sanos. Ahora está de moda llenar a los niños de pastillas. Inventáis enfermedades. ¡El niño necesita comida normal, no tus dietas raras!
—¿Se da cuenta de que podría haberle dado un shock anafiláctico? —la voz de Almudena temblaba de rabia—. ¿Y si dejara de respirar? ¿Y si no llegara a tiempo?
—¡No habría pasado nada! Vosotros, los jóvenes, vivís asustados. Habría crecido fuerte si no lo sobreprotegieras. Tú lo has vuelto frágil, y ahora nos mareas a todos.
Aquella discusión le abrió los ojos a Almudena. Comprendió que no podía confiar más en esa mujer. Desde ese día, limitó el contacto al mínimo, aunque sabía que su suegra seguía creyéndose en lo cierto.
No la juzgo. Al contrario, la apoyo. Su decisión fue consciente, dictada por el amor a su hijo, no por rencor. Esto no es una disputa por juguetes o normas de crianza. Es la salud—incluso la vida—del niño lo que está en juego.
Sorprende cómo algunos se aferran al pasado. Repiten eso de «a nosotros nos criaron así y no morimos», ignorando que la medicina ha avanzado y que las alergias no son un invento, sino un peligro real.
A mí, lo que más me indigna es su irresponsabilidad. ¿Cómo se puede ser tan sordo al miedo de una madre? ¿Cómo arriesgar la salud de un niño solo por llevar la razón?
¿Tú qué opinas? ¿Se puede perdonar en un caso así? ¿Dar una segunda oportunidad, o hizo bien Almudena al cortar por lo sano? ¿Confiarías a tu hijo con alguien que desprecia los diagnósticos médicos?