– ¡Otra vez esa música de locos! – chilló Valeria Fernández, golpeando con el puño el radiador. – ¡La una de la madrugada y parece que tienen un concierto de rock arriba!
– Mamá, tranquilízate – suspiró su hija Isabel, sin levantar la vista del móvil. – Mañana hablas con ellos.
– ¿Cuántas veces he de hablarles? ¡Llevo un mes soportando a esos… esos…! – agitó las manos buscando palabras – ¡Drogadictos de pacotilla!
– Mamá, no levantes la voz. Vas a despertar a Sofía.
– ¡Que se despierte! ¡Para que sepa en qué clase de edificio vive! – Valeria se acercó a la ventana y la abrió de golpe – ¡Eh, vosotros ahí arriba! ¡Dejad de gritar!
Una cabeza despeinada asomó por la ventana del tercer piso.
– Abue, ¡tú deja de chillar tú! ¡La gente duerme!
– ¿Abue yo, payaso? – se indignó Valeria – ¡Ahora mismo llamo a la Policía Municipal!
– ¡Llama! – rugió el joven cerrando de un portazo.
La música sonó aún más alta.
Valeria se dejó caer en el sofá, llevándose una mano al pecho. Temblaban las manos, la respiración entrecortada. Isabel al fin apartó la vista del móvil y miró a su madre.
– Mamá, ¿qué te pasa? ¿Tomaste las pastillas?
– Dame las gotas de valeriana – susurró Valeria.
Isabel le acercó el medicamento con un vaso de agua. Su madre bebió las gotas y se recostó en los cojines.
– No puedo más, Isabelita. De verdad que no. Antes vivían aquí personas decentes. Silencio, respeto. Ahora esto… – señaló al techo, donde retumbaban los tambores.
– ¿Cuándo se mudaron? – preguntó Isabel.
– Hace un mes. Una pareja joven. Parecían normales, educados. Saludaban en el portal, sonreían. Y eran… – Valeria no terminó. Arriba algo cayó con estruendo, seguido de carcajadas y gritos.
– Drogadictos, sin duda – refunfuñó. – La gente normal duerme a estas horas.
Isabel se desperezó con un bostezo.
– Mamá, me vuelvo a casa. Es tarde.
– ¡No me dejes sola con esos… chalados!
– Mamá, ¿qué voy a hacer yo? Mañana entro al trabajo, Sofía tiene cole. Arréglalo tú con los vecinos.
Isabel recogió sus cosas y se fue. Valeria se quedó sola en el piso, donde cada ruido del piso superior era un puñal en el corazón.
Rebuscó en el cajón su cuaderno de notas y halló el número de la Policía Municipal. Nadie respondió. Intentó llamar al teléfono de guardia.
– Dígame – una voz agotada resonó al otro lado.
– Buenas noches, soy Valeria Fernández de la calle Olivos. Los vecinos de arriba tienen la música demasiado alta, no nos dejan dormir.
– ¿Qué horas son?
– ¡Ya es la una de la madrugada!
– Entendido. Apuntamos su queja. La patrulla pasará cuando pueda.
– ¿Cuándo será eso?
– No puedo precisar. Hay varios avisos.
Valeria colgó el teléfono y apretó los puños. La patrulla pasará cuando pueda. ¿Y cuándo podrá? ¿De madrugada? ¿Mañana? ¿En una semana?
Se aproximó a la ventana y observó la calle. Desierta, silenciosa, solo las farolas encendidas. Mientras su edificio era el infierno. Estruendo musical, pisadas, alarques. A nadie parecía importarle.
Recordó cómo fue vivir allí antes. Treinta años en ese piso. Vio cambiar vecinos, nacer y crecer niños. Todos se conocían, se saludaban. La quietud perfecta tras las diez de la noche.
Y ahora esto. Jóvenes recién llegados de quién sabe dónde, creyendo tener licencia para todo. Sus padres ricos, comprando pisos, con la educación por los suelos.
Una nueva canción empezó arriba. Valeria reconoció la melodía, algo moderno con guitarras aullantes y batería implacable. Las paredes vibraban con los bajos.
No resistió otra vez y retornó a la ventana.
– ¡Bajad esa música! – gritó con todas sus fuerzas – ¡Está durmiendo la gente!
Nadie contestó. La música seguía atronando.
Valeria se puso la bata y salió al rellano. Subió al piso superior y tocó el timbre. Nadie abrió durante un tiempo, hasta que se oyeron pasos.
– ¿Quién es? – inquirió una voz masculina.
– Su vecina de abajo. Por favor, abra.
La puerta se entreabrió con la cadena puesta. Por la rendija se adivinaba el ojo de un joven.
– ¿Pasa algo?
– Joven, ¿podrían bajar la música? Es la una de la madrugada.
– ¿Y les molestamos?
– ¡Claro que sí! ¿Cómo dormir con este volumen?
El joven resopló y ya iba a cerrar cuando Valeria logró meter el pie.
– ¡Espere! ¡Le estoy hablando!
– Abue, no te pongas dramática. No molestamos a nadie.
– ¿Cómo que no? ¡Todo el edificio escucha su música!
– No es nuestro problema. En nuestro piso hacemos lo que nos da la gana.
La puerta se cerró de un golpe. Valeria aguantó en el descansillo un momento antes de bajar lentamente.
En su hogar se notaba peor. La música rugía, acompañada ahora de voces: probablemente habían llegado invitados arriba.
Valeria se acostó y tiró de la almohada sobre la cabeza. No servía. Cada sonido se filtraba, resonaba en los huesos, en el corazón.
Se levantó y fue a la cocina. Preparó un té y se sentó junto a la ventana. La calle quieta, la casa era el manicomio.
Cansada. Harta de la grosería, la indiferencia, de mendigar un mínimo de respeto.
Antes fue distinta. Activa, resuelta. Dirigía la biblioteca municipal, crió a su hija, ayudó con la nieta. La gente le respetaba, valoraba sus consejos.
¿Y ahora qué? Ahora era una don nadie. Una jubilada vieja a quien se puede insultar e ignorar. Obligada a
Y el martillo jamás volvió a alzarse, transformado ahora en un amuleto silencioso que vigila desde el armario mientras los ecos de las risas compartidas con Luna y las melodías puntuales de Dani, convertidos en nuevos ritmos del edificio, tejían una extraña sinfonía donde hasta las sombras parecían susurrar acuerdos al ritmo del levante valenciano.