Ya no aguantaré más

—¡Otra vez esa música estúpida! —gritó Carmen García, golpeando el radiador con el puño—. ¡Es la una de la madrugada y están dando un concierto de rock ahí arriba!

—Mamá, tranquilízate —suspiró su hija Laura, sin levantar la vista del móvil—. Mañana hablas con ellos.

—¿Cuántas veces he de hablar? ¡Llevo un mes aguantando a esos… esos…! —agitó las manos buscando palabras— ¡Drogadictos!

—No grites, despertarás a Martita.

—¡Que se despierte! ¡Que sepa en qué casa vive! —Carmen abrió la ventana de un tirón—. ¡Eh, arriba! ¡Dejad de chillar!

Una cabeza despeinada asomó desde el tercer piso.

—Abuela, ¡no grites tú! ¡La gente duerme!

—¿Abuela te atreves a decirme, imbécil? ¡Llamo ahora mismo a la policía!

—¡Llama! —rugió el joven cerrando la ventana.
La música aumentó.

Carmen se desplomó en el sofá sujetándose el pecho. Manos temblorosas, respiración entrecortada. Laura dejó el móvil por fin.

—¿Estás bien? ¿Tomaste tus pastillas?

—El Valeriana —susurró Carmen.

Laura trajo las gotas y agua. Su madre bebió y se reclinó.

—No resisto más, Laurita. Antes vivía gente decente. Silencio, orden. Y ahora… —señaló el techo, retumbando con baterías.

—¿Cuándo se mudaron? —preguntó Laura.

—Hace un mes. Parecían normales: educados, sonrientes. Pero resultaron… —un estruendo cortó su frase, seguido de risotadas.

—Drogadictos —refunfuñó—. La gente sana duerme a esta hora.

Laura bostezó estirándose.

—Me voy a casa. Es tarde.

—¡No me dejes sola con esos locos!

—¿Qué puedo hacer yo? Tengo trabajo mañana y Martita al colegio. Arréglalo tú.

Laura salió. Carmen permaneció en el piso, cada ruido repercutiendo en su pecho.

Sacó una libreta de la mesilla y marcó a la comisaría. Nadie contestó. Intentó el teléfono de guardia.

—Dígame —respondió una voz agotada.

—Soy Carmen García, calle Jardín. Los vecinos de arriba no dejan dormir con la música.

—¿Qué hora es?

—¡La una!

—Apuntamos su denuncia. Patrullará alguien cuando pueda.

—¿Cuándo?

—Sin precisión. Bastantes emergencias.

Carmen colgó apretando los puños. “Cuando pueda”. ¿Mañana? ¿Semana próxima?

Miró por la ventana. Madrid silenciosa y vacía bajo faroles. Pero su edificio era un infierno: música ensordecedora, pisadas, alarques. Nadie se inmutaba.

Recordó treinta años allí: vecinos que nacían, crecían, compartían respeto. Silencio absoluto tras las diez.

Ahora… juventud sin modales. Padres ricos comprando pisos, pero sin educación. Arriba sonó otra canción: guitarras estridentes, graves vibrantes.

Perdió los estribos y abrió la ventana otra vez.

—¡Apagad la música! —aulló—. ¡La gente duerme!

Nada. Los altavoces retumbaban.

Carmen se puso la bata y salió al rellano. Subió un piso y llamó. Tras pausa, pasos.

—¿Quién es? —una voz masculina.

—Su vecina de abajo. Ábranme, por favor.

La puerta entornó con cadena. Un ojo joven le escudriñó.

—¿Qué queréis?

—Joven, la música a las una…

—¿Molestamos?

—¡Obvio! ¿Quién duerme con ese volumen?

El chavo resopló, cerrando. Pero Carmen atascó el pie.

—¡Espere! ¡Le hablo!

—Abuela, no provoques. No molestamos a nadie.

—¡Todo el edificio os oye!

—No es nuestro problema. En nuestro piso hacemos lo que nos da la gana.

La puerta se cerró. Carmen descendió lentamente.

Adentro empeoró: música al máximo, más voces. ¿Invitados?

Se acostó tapándose con la almohada. Inútil. Sonidos atravesaban todo: huesos, corazón.

Fue a la cocina. Sirvió té y miró la noche tranquila.

Harta de groserías, indiferencia, mendigar respeto básico.

Ella fue distinta. Decisiva, gestora de biblioteca. Crió a su hija, cuidó a su nieta. Respeto, autoridad.

Ahora… vieja inútil.
El silencio de la calle Madrid se fundía con la quietud de su salón mientras Valentina contemplaba la luna tras los cristales, convencida de que su martillo seguiría descansando en el armario, pero lista para alzarlo si algún día la paz volvía a quebrarse.

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Ya no aguantaré más