**Diario de Rita**
“Eres una vieja, nuestro hijo necesita una madre joven, no una abuela. Me voy y me llevo al niño”, me escupió mi marido.
Nunca imaginé que aquella noche cambiaría mi vida. Pablo, mi esposo, estaba frente a mí con una mirada gélida, sus palabras resonando como un trueno en el silencio de nuestro piso en Madrid. Entre mis brazos, sostenía con fuerza a nuestro pequeño, Adrián, su respiración cálida siendo mi único consuelo en medio del caos. Sentí su cuerpecito tensarse, como si, aunque no pudiera hablar, ya comprendiera que algo terrible ocurría.
Adrián no era solo un niño. Era un milagro. El milagro por el que rogué durante años. A los treinta y siete, casi había aceptado que la maternidad no sería para mí. Años de intentos, esperanzas y desilusiones, hasta aquel test positivo. Los médicos advertían que mi edad no ayudaba, pero no me rendí. Cuando Pablo supo del embarazo, sus ojos brillaron como el día de nuestra boda. Me colmó de amor, cuidados, lujos. Decía que nuestra familia por fin sería completa, como en las películas de antes. Paseábamos por el Retiro, compraba solo productos orgánicos, contrataba a los mejores médicos. Parecía feliz. O al menos, eso creía.
El parto fue difícil, pero salimos adelante. El día del alta, Pablo vino a buscarnos, pero su actitud me alarmó. Frío, distante. Ni lágrimas ni abrazos, solo un seco “vamos”. Lo atribuí al cansancio, al estrés. Pero algo en mí ya sonaba la alarma. Con el tiempo, pareció mejorar. Pasaba horas junto a la cuna, aprendía a cambiar pañales, me ayudaba por las noches. Me convencí de que todo estaba bien.
Pasaron nueve meses. Adrián crecía sano, reía, balbuceaba. Seguía dándole el pecho, como recomendaba el pediatra. Hasta que una noche, Pablo llegó del trabajo y soltó: “Basta. Es un niño, no una niña. No puede seguir mamando a esta edad”.
Me helé. No le había oído ese tono en años. Pero era solo el principio.
Cada día se volvía más frío. Miradas esquivas, conversaciones cortas. Ni flores ni agradecimientos. Hasta que llegó el golpe final.
“Eres vieja”, dijo, quitándose la chaqueta sin mirarme. “Adrián necesita una madre joven, con energía. No una abuela. Me voy y me lo llevo. Tengo otra. Ella será su verdadera madre”.
No podía respirar. ¿Era una broma? Pero en sus ojos solo vi desprecio.
“Pablo, ¿estás bien?”, susurré, temblando. “¿Entiendes lo que dices?”.
“No es una broma”, respondió. “Ella es más joven, más lista, más guapa. Y lo más importante: quiere ser madre. ¿Y tú? Ni siquiera trabajas. ¿Cuándo fue la última vez que saliste sin él?”.
Sus palabras me atravesaron. Era cierto, me había dedicado a la familia. ¿Era eso un crimen?
“No te lo daré”, forcejeé, sintiendo el suelo hundirse bajo mis pies.
“Eso no se discute”, replicó. “Si no aceptas, te echaré a la calle. ¿Adónde irás? ¿A tu hermana, que apenas llega a fin de mes? Yo puedo darle todo: colegios privados, actividades, viajes. ¿Tú qué le das?”.
Tenía poder. Trabajaba en el juzgado. Sabía cómo mover hilos.
Aquella noche no dormí. Me quedé junto a la cuna de Adrián, acariciando su pelo, temiendo que al despertar ya no estuviera.
Luego, llamaron a la puerta. Eran policías.
“Está detenida por maltrato infantil y negligencia”, dijeron.
Era mentira. No bebía, adoraba a mi hijo. Pero Pablo estaba detrás, impasible.
“Se queda conmigo”, dijo.
Tres días en comisaría. Sin abogado. Sin explicaciones. Cuando salí, el piso estaba vacío. Solo polvo y silencio.
Pablo vino esa noche. “Te he demostrado quién manda”, dijo. “Si lo intentas, te encerraré”.
“Eres un monstruo”, susurré. “¿Crees que otra podrá quererlo como yo?”.
“Ella ya lo quiere”, me interrumpió. “Llora cuando llora. Tú solo eres una vieja que ya no sirve”.
Se fue. Me desplomé, lloré hasta quedarme seca. Solo quedaba una idea: luchar.
Llamé a mi hermana. Su marido, guardia civil, me dijo: “Con sus contactos, no podrás sola. Necesitas a alguien fuerte”.
Pablo pidió el divorcio. Fui al juzgado con esperanza, pero aplazaron la vista.
“Pablo tuvo un accidente”, me dijo una compañera suya. “Está grave. Adrián debe estar con su nueva pareja, pero no sabemos dónde”.
Corrí al hospital. No me dejaron entrar. ¿Dónde estaba mi hijo? ¿Quién lo cuidaba?
De pronto, llamaron a la puerta.
Era ella. Con Adrián en brazos, pálido, lloroso.
“Tómalo”, escupió. “Y a tu marido también. Quedó inválido. Yo no firmé para esto”.
Se fue. Abracé a Adrián, llorando. Él gritaba, aferrándose, como si temiera que lo arrancaran de nuevo.
“Mamá no te dejará nunca más”, susurré.
Pero sabía que Pablo no se rendiría. Decidí huir. Un pueblo en la sierra. Un trabajo en la escuela rural. Allí no nos encontraría.
Fui a ver a Pablo en el hospital. Estaba en silla de ruedas, frágil.
“Rita, quédate”, suplicó. “Me equivoqué”.
Lo miré y vi a un extraño.
“Nos vamos”, dije. “Nunca más estaré contigo”.
Gritó, me llamó traidora. Pero sus amenazas ya no asustaban.
Ahora vivimos en el pueblo. Donde los niños corren descalzos, donde el aire huele a tomillo. Adrián ríe, juega.
Yo me casé con la vida. Con la libertad. Con un amor más fuerte que cualquier traición.
Pablo se quedó solo. Con su silla. Con su vacío.
Nunca entendió que la traición no es solo marcharse. Es arrebatar lo que más amas.