Y tú, espéralo…

El rocío aún no se había evaporado de la hierba, la niebla retrocedía lentamente hacia la otra orilla del río, mientras el sol emergía por el borde dentado del bosque.

Fernando estaba en el porche, admirando la belleza del amanecer y respirando hondo el aire fresco. Tras él, se oyeron pasos descalzos. Una mujer en camisón, con un chal sobre los hombros, se acercó y se quedó a su lado.

—¡Qué bien se está aquí! —exclamó Fernando, llenando los pulmones—. Vete adentro, que vas a resfriarte —dijo con ternura mientras le ajustaba el chal, que se había deslizado de su hombro redondo y pálido.

La mujer se abrazó a su brazo de inmediato.

—No quiero irme de tu lado —murmuró Fernando con voz ronca de emoción.

—Pues no te vayas —respondió ella, con un tono que seducía y tentaba como el canto de una sirena. *”Si me quedo, ¿qué será de mí después?”* El pensamiento lo sacudió como un balde de agua fría.

Si fuera tan sencillo, hace tiempo que se habría quedado. Pero veintitrés años de matrimonio no se borraban así, ni los hijos… Silvia estaba prácticamente independizada, pasaba más noches en casa de su novio que en la suya, y pronto se casaría. Y Adrián solo tenía catorce, justo la edad más complicada.

Un conductor siempre encuentra trabajo, pero aquí no ganaría ni la mitad. Ahora mismo malgastaba su sueldo en regalos caros para Lola, pero, ¿y si su sueldo se redujiera a la mitad? ¿Lo querría igual? Era una pregunta sin respuesta.

—No empieces, Lola —replicó Fernando, apartándose.

—¿Por qué no? Los hijos ya son mayores, es hora de pensar en nosotros. Tú mismo dijiste que con tu mujer solo quedaba costumbre —Lola se apartó, ofendida.

—¡Ay, si hubiera sabido antes que te encontraría…! —Fernando suspiró hondo—. No te enfades. Tengo que irme, ya me he demorado demasiado. Quiso besarla, pero ella apartó el rostro—. Lola, debo marcharme si quiero llegar a casa antes del anochecer. Tengo carga, un contrato.

—Siempre prometes. Vienes, me haces ilusiones y luego corres con tu esposa. Estoy harta de esperar, de estar sola. Miguel lleva tiempo pidiéndome en matrimonio.

—Pues vete con él —Fernando encogió los hombros.

Dudó en decir algo más, pero cambió de idea. Bajó despacio del porche, dio la vuelta a la casa y caminó por la huerta hasta la carretera comarcal, donde esperaba su camión. Lo había dejado allí a propósito para no despertar al pueblo al amanecer.

Subió a la cabina. Normalmente, Lola lo acompañaba y se despedían con un beso. Pero hoy no lo siguió; estaba dolida de verdad. Fernando se acomodó, cerró la puerta. Antes de arrancar el motor, marcó el número de su esposa. No se atrevía a llamar delante de Lola. Una voz impersonal le informó de que el teléfono estaba apagado… Ni siquiera había llamadas perdidas.

Guardó el móvil, arrancó el motor y escuchó su potente rugido. El camión vibró, como despertando, y empezó a avanzar lentamente sobre el camino de tierra, balanceándose. Fernando dio un breve toque de claxon y pisó el acelerador.

La mujer en el porche se estremeció al oír el motor alejarse y entró en casa.

Por la radio, la voz aterciopelada de Alejandro Sanz cantaba: *”Corazón partío…”*. Fernando tarareaba en silencio, pensando en la mujer que dejaba atrás. Pero pronto su mente volvió a casa: *”¿Qué estará pasando? Llevo dos días sin poder hablar con ella. Cuando llegue, lo arreglaré…”*

Mientras tanto, Laura, la esposa de Fernando, despertó de la anestesia en el hospital y lo recordó todo…

***

Llevaban más de veinte años casados, veinticuatro para ser exactos. Fernando era camionero, ganaba bien, tenían una casa amplia y dos hijos. Silvia ya era mayor, pronto se casaría y viviría aparte; había estudiado peluquería y trabajaba en una boutique. Adrián, de catorce, soñaba con ser marinero.

Y entonces, aquella llamada. Al principio, Laura pensó que era una broma o un error.

—Hola, Laura. ¿Esperando a tu marido? Se está demorando… —una voz melosa, pegajosa como la miel.

—¿Qué le pasa? —la interrumpió Laura, imaginando un accidente. El trayecto era largo, podía pasar cualquier cosa.

—No es un accidente. Está con su amante —susurró la voz.

—¿Quién es usted? —gritó Laura.

—Espérate… espérate… —una risa burlona resonó antes de que colgaran.

Laura bajó el teléfono y cortó. Pero la risa seguía en su cabeza. El pánico la invadió. Imágenes de accidentes, de otra mujer entre los brazos de Fernando… ¿Quién más sabría su número? Solo la amante. ¿Cómo se atrevía a llamarla?

Marcó el número de su marido y lo colgó al instante. *”Y si está al volante…”* No podía distraerlo. Esperaría a que llegara. Intentó distraerse con las tareas domésticas, pero todo se le caía de las manos. La risa seguía allí.

Silvia no estaba, Adrián tampoco. Silvia estaría con su novio, Adrián había ido al cumpleaños de un compañero.

Decidió salir, dar un paseo para calmarse. Iría al supermercado a comprar mayonesa, cebollas y cerveza. A Fernando le gustaba tomarse una los fines de semana. Mañana no tendría tiempo. Él había prometido estar de vuelta para la cena. *”¿Y si no vuelve?”* La voz en su cabeza la sobresaltó.

Optó por ir caminando para tranquilizarse, pero era lejos. Tomó un atajo: un callejón con una pared de hormigón a un lado y garajes al otro. El lugar estaba desierto, ya anochecía, pero llegaría antes. Apuró el paso.

De pronto, alguien le arrancó el bolso. Perdió el equilibrio, casi cae. Giró y vio la espalda del ladón corriendo. *”No lo alcanzaré”*, pero corrió igual. En el bolso estaba su vida: dinero, tarjetas, llaves, teléfono.

—¡Alto! —gritó, pero el hombre dobló la esquina. Sin pensar, corrió tras él. Su tacón tropezó con una piedra, el tobillo cedió y cayó de bruces contra el asfalto. El dolor le atravesó la pierna, subiendo por la columna hasta explotar en su cabeza. Las lágrimas brotaron. Miró su pie: una hinchazón violácea crecía alrededor del tobillo.

Sin teléfono, no podía pedir ayuda. El pánico la ahogó. En ese lugar, nadie oiría sus gritos.

Tal vez podría arrastrarse. Si llegaba a las casas, alguien la vería. Pero, ¿quién ayudaría a una mujer ensangrentada y llorosa? Todos pensarían que estaba borracha. Solo le quedaba esperar a que alguien llegara a los garajes. Y si nadie venía… Rompió a llorar.

Todo por esa maldita llamada. *”Las desgracias nunca vienen solas”*. Había perdido la cabeza al salir así, por ese sitio oscuro. Nadie sabía dónde estaba. No tenía cómo avisar. Por primera vez en más de veinte años, no estaría para recibir a su marido…

Se apoyó contra la puerta oxidada de un garaje, sin atreverse a moverse. Las lágrimas mojaban sus mejillas suLaura cerró los ojos, agotada, mientras en la lejanía el sonido de una ambulancia se acercaba, y en ese instante supo que, aunque todo se derrumbaba, aún quedaba algo de esperanza en el mundo.

Rate article
MagistrUm
Y tú, espéralo…