Y tendrás que quedarte con el niño, ¡tú eres la abuela!

Te cuento, mamá, que vas a tener que quedarte con la bebé, que eres ya abuela.

Luz, ¿segura que ahora es el momento adecuado para tener un hijo?

Carmen dejó su taza y miró a su hija, que se había sentado frente a ella con la cara de quien ya sabe que viene una crítica.

Mamá, ya lo hemos hablado mil veces.

Por eso lo vuelvo a decir. Tú y Sergio lleváis casados solo un año. Él recién está subiendo en la empresa, y tú en la tuya ni siquiera has llegado a jefa de proyecto. Apenas llegáis a fin de mes. Y ahora va a aparecer un bebé

Luz rodó los ojos, ese gesto que Carmen recordaba desde que era una adolescente. Antes significaba déjame en paz, ahora parecía ¿qué sabes tú?.

Todo va bien, mamá. Sergio gana bien. Lo vamos a gestionar. Y, de hecho, hay un refrán sobre el conejito y la pradera, ¿te suena?

Sí, he escuchado el cuento de la pradera, pero el bebé no es un conejito de peluche que puedas poner en una repisa cuando te canses. Y ganar bien solo sirve si tienes un colchón de seguridad. Bien no es que no tengas que pensar de dónde sacas los pañales o los biberones si te hacen recortes.

Carmen se encogió de hombros y se volvió hacia la ventana, como diciendo que la conversación había terminado. Luz conocía ese movimiento: el silencio, para ella, era victoria. Carmen suspiró; a los veinticinco años, una mujer adulta sigue tomando cualquier consejo como un insulto personal.

Luz, no te estoy prohibiendo nada, eres mayor. Solo te pido que lo pienses. Un par de años no cambian nada, pero la estabilidad sí.

Yo sé cuándo quiero tener un hijo.

Aquella claridad le dio a Carmen una sensación de inamovilidad. No tenía sentido insistir más. Ya había aprendido que a veces la gente tiene que pincharse sus propias espinas, sobre todo cuando esas personas son tus propios hijos

Exactamente nueve meses después, Carmen recibió una llamada del hospital.

¡Mamá, es una niña! ¡Cincuenta y dos centímetros! ¡Es preciosa, no te imaginas!

La voz de Luz brillaba de felicidad y Carmen no volvió a mencionar la discusión de hace un año. ¿Para qué? El bebé ya había nacido, sano y deseado. Todo lo demás son detalles que con el tiempo se irán acomodando o no.

Carmen iba a su casa cada semana, llevaba fruta, a veces comida preparada; en los primeros meses Luz apenas tenía tiempo para ducharse, mucho menos para estar en la cocina. Carmen ayudaba, pero sin pasarse de la raya. No daba consejos, ni se entrometía cuando la nieta, Leocadia, se acostaba a las siete o a las diez. No fruncía el ceño cuando Luz compraba fórmulas orgánicas caras en lugar de las habituales.

Una familia ajena sigue siendo un territorio desconocido, aunque sea la familia de tu hija.

Leocadia crecía, balbuceaba, aprendía a agarrar los sonajeros con sus manitas gorditas. Carmen la miraba y sentía esa extraña sensación de amar con intensidad y, al mismo tiempo, ser sólo una invitada. Bienvenida, deseada, pero invitada.

Luz florecía en la maternidad. Había perdido peso, sí, de tanto no dormir y correr de un lado a otro. Tenía ojeras bajo los ojos, pero sonreía como no lo hacía desde la escuela. Carmen se alegraba por ella, de verdad.

Seis meses después del nacimiento, Luz apareció en casa de Carmen con una cara que anunciaba que la conversación no sería agradable.

Mamá, tenemos problemas.

Carmen sentó a su hija en la cocina y puso la tetera. Luz cruzó los dedos y miraba al suelo.

No nos alcanza el dinero. Nada.

¿En qué exactamente?

En todo. En la luz, los pañales, las fórmulas, la comida. ¡Ya sabes lo caro que está todo!

Carmen lo había calculado ya el año anterior, cuando intentó sin suerte explicarle a Luz la aritmética básica.

¿Sergio ha recibido el ascenso?

Lo ha tenido, pero sigue sin ser suficiente. Tengo que volver al trabajo, mamá. Así no lo superaremos.

Tiene sentido.

Pero no sé dónde poner a Leocadia. En la guardería no la aceptan antes de los dieciocho meses, he llamado a todos del barrio. Y la niñera Luz soltó una risa amarga. La niñera cuesta tanto que prefiero no trabajar.

Carmen guardó silencio. Ya intuía a dónde quería llegar la conversación y esa idea le apretaba el pecho.

Mamá, ¿podrías quedarte con Leocadia? Mientras yo estoy en el curro.

Luz, yo trabajo.

Pero podrías renunciar o coger permiso. ¿No tienes días de vacaciones acumulados?

Carmen sacudió la cabeza lentamente. Luz la miraba con esa esperanza que casi hacía sentir lástima por decepcionarla.

No, Luz. No me voy a echar del trabajo para quedarme con tu hija.

¿Pero por qué? ¡Es mi nieta, mamá!

En la voz de Luz se escuchaban notas de exigencia, casi infantiles, como cuando un niño pide un juguete y su madre le dice que falta una semana para el próximo sueldo.

Porque yo tengo mi vida. Mi trabajo. Mis planes.

¿Qué planes, mamá? ¡Tienes cincuenta y cinco!

Carmen no se estremeció ante tal falta de tacto. Hace tiempo que aceptó que, para Luz, ella pertenece a la categoría de mamá, esa que por definición no debe tener deseos ni ambiciones propias.

Por eso no pienso pasar mis últimos años cambiando pañales.

Luz tiró la taza y el té se derramó sobre el mantel.

Eres egoísta.

Puede ser.

¡Eres una madre terrible!

Y también podría serlo.

Carmen vio cómo los ojos de Luz se llenaban de lágrimas, entre la ira, la herida y todo a la vez. Luz nunca supo perder. De pequeña tiraba las fichas al suelo si perdía la partida.

Las semanas siguientes fueron una y otra vez el mismo discurso. Luz llamaba, escribía, venía. Cada vez escuchaba lo mismo: Eres una mala madre. Eres una mala abuela. ¿Cómo puedes? Yo soy tu hija. Leocadia es tu nieta.

Una tarde Carmen no aguantó más.

Dime concretamente en qué he fallado. ¿Por qué de repente soy mala?

Luz se quedó muda, no esperaba ese giro.

¡Te niegas a ayudar!

No es una falta, es mi decisión. ¿Y en qué he sido una mala madre cuando tú eras niña?

Tú tú Luz se ahogó. Siempre estabas en el curro.

Yo estaba en el curro porque te alimentaba y te vestía. ¿Recuerdas la infancia? ¿Recuerdas que fuiste al mejor cole del barrio? ¿Que tenías vestidos de Zara Kids mientras otras niñas llevaban ropa pasada de sus hermanas?

Luz se quedó callada.

¿Te acuerdas de la universidad? Pagada, por cierto. Cinco años que estiré la cuerda para que tuvieras un buen título.

Mamá

¿Recuerdas el piso que te regalé al casarte? Un dos habitaciones en un buen barrio. ¿Y el coche?

Luz se sonrojó, sin saber si por vergüenza o por rabia.

Eso es otra cosa.

No, no lo es. Como madre, hice todo lo que pude, quizá más de lo que debía.

Y ahora, cuando realmente necesito ayuda, te niegas.

Carmen respiró hondo.

Luz, te lo advertí hace un año. Dije que esperases a ponerte en pie. Tú aseguraste que sabías cuándo querías tener hijos. Esa fue tu decisión.

¿Y ahora? ¿Me castigas por ella?

No. Simplemente no pienso pagar con mi vida por una elección que tomaste.

Luz se levantó del asiento, los ojos llenos de lágrimas que apenas contenía.

¡Nunca olvidaré lo que has hecho!

Tal vez. O tal vez algún día lo entiendas cuando seas tú una abuela.

Luz se fue sin despedirse

Dos meses de silencio. Carmen llamaba, Luz rechazaba. Mensajes sin leer. Sólo veía a Leocadia en fotos de Instagram, porque bloquear a la madre allí se le hacía imposible.

Carmen repasaba esas fotos por la noche. La pequeña Leocadia aprendía a sentarse, a gatear, sonreía a la cámara, extendía sus manitas hacia los juguetes. Crecía sin ella.

¿Dolor? Sí. Pero Carmen no se arrepiente de su decisión.

Pensaba en lo fácil que la gente se acostumbra a lo bueno. Cómo las peticiones se convierten en exigencias.

Luz siempre fue así: pedir, aceptar, exigir. Mientras Carmen daba, todo estaba bien. Al decir no, la madre se transformó en un monstruo.

Con el tiempo, quizá Luz comprenda. Aprenda a asumir sus propias decisiones. Crezca, al menos, hasta los treinta.

Mientras tanto, Carmen sigue con su vida. Va al trabajo, sale con amigas, planea sus vacaciones de verano y espera. Pacientemente, sin rencor, sin ansias de venganza.

Simplemente espera a que su hija supere ese egoísmo infantil.

Siempre he sido paciente

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Y tendrás que quedarte con el niño, ¡tú eres la abuela!