«¿Y si mis padres realmente se separan? La angustia de Vovka le hizo sentir un nudo en el estómago y ganas de llorar»

«¿Y si mis padres de verdad se divorcian?» Esa idea tan horrible le retorció el estómago a Pablo y le dieron ganas de llorar.

Los tres amigos volvían del cole. El sol de primavera les daba de lleno en los ojos. Se gastaban bromas, empujándose y riendo. Al llegar al portal de Luis, se pararon.

—¿Vienes esta tarde en bici con nosotros? Ayer con Dani nos lo pasamos genial por el parque.

Pablo frunció el ceño. Llevaba semanas pidiéndole a su padre que le sacara la bici del trastero, pero siempre tenía excusas. O llegaba tarde del curro, cuando ya estaba oscuro, o le decía que esperara al fin de semana, y luego se olvidaba o ponía pegas.

—¿Vienes o no? —repitió Luis, dándole un codazo.

—No sé. La bici está en el trastero. Si mi padre llega pronto…

—¿Y no puedes cogerla tú solo? Bueno, a las siete estaremos en el parque, apaña tú —dijo Luis, chocándole la mano a Dani antes de que Pablo hiciera lo mismo.

Un poco más adelante, Pablo se despidió también de Dani. «¿Y si busco la llave del trastero? Mi padre solo mete el coche ahí en invierno. Seguro que no la lleva encima», pensó mientras apuraba el paso hacia casa. Vivía más lejos que sus amigos.

Al llegar, se cambió de ropa y se puso a buscar la llave enseguida. Pero en el cajón del armario, donde sus padres solían guardar cosas sueltas, no estaba. Revisó un par de sitios más, pero al final se rindió y se sentó a hacer los deberes. Cuando llegara su madre, le preguntaría por la llave. Pero si no terminaba los deberes, seguro que no se la daba.

En hora y media, Pablo acabó. Hasta él se sorprendió. Lo normal eran dos o tres. El sonido de la cerradura le hizo saltar del sofá. «¡Mamá!» —saludó, corriendo hacia la entrada.

—Hola —respondió ella, cansada, y pasó directa a la cocina con una bolsa.

Pablo la siguió mientras ella guardaba la compra en la nevera.

—¿Por qué no te has comido los macarrones con filetes? ¿Otra vez has cenado bocadillos con leche? Guarda esto —le tendió un paquete de lentejas.

—Mamá, ¿dónde está la llave del trastero?

—¿Para qué la quieres?

—Para coger la bici.

—¿Has hecho los deberes? —Ella cerró la nevera y lo miró con suspicacia.

—Sí, si quieres los revisas —contestó él, rápido.

—La llave… —su madre miró alrededor, perdida—. No me acuerdo. Espera a tu padre, él sabe dónde está.

—¿Y cuándo va a llegar? ¿De madrugada? —Pablo levantó la voz, enfadado—. Mis amigos llevan semanas yendo en bici. ¡Para esto, mejor la hubierais dejado en el balcón! Cuando llegue él, estaréis otra vez discutiendo. No podéis pasar un día sin pelear. Estoy harto.

El mal humor le cayó de golpe. Dio media vuelta y se encerró en su habitación, tirando la puerta.

Últimamente, su padre llegaba siempre tarde. Sus padres se gritaban cada día. Pablo había oído demasiadas veces la palabra «divorcio».

No se imaginaba a sus padres separados. Sí, su padre apenas preguntaba por su vida, hacía siglos que no salían juntos los tres. Una vez, llegó temprano y en la cena le preguntó qué tal en el cole. Pablo empezó a contarle, pero se calló al ver la mirada perdida de su padre. No le escuchaba.

Su madre saltó entonces, diciendo que a él le importaba un pimiento su hijo, que no se preocupaba por él, que era una edad complicada donde necesitaba su atención… Pablo se encerró en su cuarto para no oír, pero era imposible ignorar los gritos.

Todos sus amigos tenían familias normales. Luis iba a pescar y al fútbol con su padre. Dani casi no salía a la calle porque siempre estaba de viaje con los suyos. Pablo suspiró.

Estaba en su cama, con un libro abierto, pero sin leer. Su madre entró, se sentó al borde y alargó la mano para acariciarle el pelo. Pablo apartó la cabeza.

—He encontrado la llave del trastero. Si has hecho los deberes… —empezó ella, con voz suave.

—Que sí, ya te lo he dicho —la cortó él.

—Pues vístete. Vamos a por la bici juntos.

Pablo cerró el libro de un golpe, se lo tiró a la cama, se puso el jersey y saltó.

—Listo —dijo, animado.

—Pero prométeme que no vais a ir por la carretera. Quedaos en el parque o por la acera —le advirtió su madre.

El trastero estaba a cinco minutos. Pablo forcejeó con la cerradura oxidada y tiró de la puerta metálica con un chirrido.

—Cuántas veces le he dicho que engrase los goznes —refunfuñó su madre al entrar.

Dio al interruptor y una bombilla iluminó el espacio estrecho. Estaba lleno de cajas, herramientas y trastos viejos. En un rincón, una mesa plegable y dos sillas. El trastero era más bien un almacén para lo que no cabía en casa.

El aire olía a aceite y gasógeno, caliente todavía por el sol. Pablo vio la bici colgada en la pared, demasiado alta.

—No llegas. Coge la silla —dijo su madre.

Pablo la subió, pero temblaba bajo sus pies.

—Cuidado, te sujeto —ella le agarró las piernas.

—Mamá, así no me aguantas. Mejor sujeta la silla —le corrigió él con un tono que le recordó a su padre.

Intentó sacar la bici, pero pesaba demasiado.

—Déjame a mí —propuso ella.

—Yo puedo. —Se estiró más, empujando la bici con fuerza. La silla se inclinó peligrosamente.

—¡Mamá, sujétala! —casi se le cae, pero su madre la atrapó a tiempo.

Pablo bajó, contento. Por fin podría salir con sus amigos.

—Las ruedas están deshinchadas. Hay que ponerles aire —observó su madre—. Busca el inflador.

Pablo rebuscó entre las herramientas, pero no lo encontró.

—Da igual. Hoy voy así, o le pido el de Luis.

Entonces, sonó el móvil de su madre.

—Es tu padre —dijo, llevándose el teléfono al oído—. Estamos en el trastero… Pablo quería la bici. ¿Tan temprano hoy? —preguntó con sorna—. ¿El motivo? —calló, escuchando.

—No podíamos esperar más. Hace semanas que le prometes bajarle la bici… Sí, claro, ahora te acuerdas… No hace falta que vengas. Dime dónde está el inflador. —Hubo un silencio largo antes de que colgara, irritada—. No se acuerda. Menos mal que no se ha olvidado de que existimos —refunfuñó—. Dice que viene. ¿Esperamos? —se sentó con cuidado en la silla—.

De pronto, la puerta se abrió de golpe. Era su padre. Pablo corrió hacia él, emocionado.

—¡Yo solo he bajado la bici! —se jactó—. ¡Papá, hay que hinchar las ruedas, pero no encontramos el inflador!

Se calló al ver la cara de su madre. Ella miraba al suelo, evitando a su padre, que tampoco la miraba. Parecían extraños. La alegría de Pablo se esfumó. Le invadió un frío por dentro, pese al calor del trastero.

«¿—Ya lo tengo —dijo su padre al encontrar el inflador, hinchando las ruedas mientras miraba de reojo a su madre con una sonrisa tímida, como si algo entre ellos hubiera cambiado sin necesidad de palabras, y Pablo, ocultando su propia sonrisa, imaginó que tal vez, solo tal vez, su plan había funcionado.

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«¿Y si mis padres realmente se separan? La angustia de Vovka le hizo sentir un nudo en el estómago y ganas de llorar»