¿Y si dejamos que la abuela se pierda? Tal vez sea lo mejor para todos.

—Mamá, ¿y si dejamos que la abuela se pierda? Sería mejor para todos —dijo Lucía con desafío.

—Lucía, no olvides cerrar la puerta —respondió su madre, cansada, levantándose de la mesa.

—¡Mamá, cuánto tiempo más? ¿Vas a recordármelo toda la vida? —protestó la joven de quince años, ofendida.

—No toda la vida, solo mientras la abuela viva con nosotros. Si sale a la calle, se perderá y…

—Y morirá en la calle, y nosotras viviremos con culpa… Mamá, ¿y si lo dejamos pasar? —insistió Lucía, mirando fijamente a su madre.

—¿Dejar qué? —preguntó su madre, confundida.

—Que se pierda. Tú misma dijiste que estabas harta de cuidarla.

—¿Cómo puedes decir eso? Ella es mi suegra, no es mi sangre, pero para ti es tu abuela.

—¿Abuela? —Lucía entrecerró los ojos, como hacía siempre que se enfadaba—. ¿Dónde estaba cuando su hijo nos abandonó? ¿Cuando se negaba a cuidarme? ¿A su propia nieta? No tuvo compasión de ti cuando trabajabas hasta la extenuación por unos pocos euros… Incluso te culpó a ti de que su hijo se fuera…

—¡Basta ya! —gritó su madre—. No debí contarte nada de esto. —Respiró hondo—. He fallado como madre si no sientes compasión por los tuyos. Me da miedo. Cuando yo sea mayor, ¿también me tratarás así? ¿Qué te pasa? Siempre fuiste una niña bondadosa. No podías ignorar un gatito abandonado, siempre te lo llevabas a casa. Pero la abuela no es un gato… —Su madre movió la cabeza, agotada—. Ya está castigada. Tu padre nos abandonó a nosotras, pero también a ella.

—Mamá, vete al trabajo, llegarás tarde. Prometo que cerraré la puerta —dijo Lucía, mirando con culpa a su madre.

—Vale. No digamos más tonterías… —pero su madre no se movió.

—Mamá, lo siento, pero duele verte. Piel y huesos. Solo tienes cuarenta años y caminas encorvada como una anciana, arrastrando los pies. Siempre agotada. ¿Por qué me miras así? ¿Quién te dirá la verdad si no soy yo? —Lucía no notó que volvía a alzar la voz.

—Gracias. Asegúrate de que no encienda el gas ni deje el agua abierta.

—Eso digo, vivimos atadas a ella. No tenemos vida. Mamá, llevémosla a una residencia. Allí la cuidarán. Ni siquiera entiende lo que pasa…

—¿Otra vez? —la interrumpió su madre.

—Será mejor para todos, especialmente para ella —continuó Lucía, ignorando la irritación de su madre.

—No quiero oírte más. No pienso enviarla a ningún sitio. ¿Cuánto le queda? Que esté en casa…

—Nos sobrevivirá a las dos. Vete al trabajo. No saldré, cerraré la puerta, te lo prometo —repitió Lucía con rabia.

—Perdona. Te he cargado con esto… Mientras otras salen, tú cuidas de la abuela.

Hablaban sin notar la puerta abierta de la habitación de la abuela. Ella lo escuchó todo, aunque quizá no lo entendió. Y lo olvidaría en un minuto.

Su madre se fue al trabajo, y Lucía entró en su antigua habitación, ahora ocupada por la abuela.

—Abuela, ¿quieres algo? —preguntó.

La mirada de la anciana no mostraba nada.

—Ven, te daré un caramelo —Lucía la ayudó a levantarse y la guió a la cocina.

—¿Tú quién eres? —la abuela la miró con ojos vacíos.

—Toma el té —susurró Lucía, dejando un caramelo frente a ella.

A la abuela le encantaban los dulces. Lucía y su madre los escondían y solo le daban uno con el té. Observó cómo la abuela desenvolvía el envoltorio brillante. Entre sus cabellos grises y escasos se veía el cuero cabelludo pálido. Lucía apartó la vista.

Antes, la abuela teñía y peinaba su pelo con elegancia, se pintaba los labios de rojo y arqueaba las cejas. Lucía recordaba su perfume dulzón. Los hombres siempre la miraban, hasta que perdió la razón.

No sabía qué sentir hacia ella: lástima, resentimiento, repulsión. Un timbre corto la distrajo.

—Será mamá, habrá olvidado algo —fue a abrir.

Pero era su amigo Javier, de último año. Su madre no aprobaba su amistad, así que solo venía cuando ella no estaba.

—Hola. ¿Tan temprano? Mamá acaba de irse —susurró Lucía.

—Lo sé. No me vio.

—¡Lola! —gritó la abuela desde la cocina.

—¿Quién es Lola? —preguntó Javier.

—Así llama a mamá, cree que es su hija. Ahora la llevaré a su habitación. Ve al baño y quédate callado. Hoy está lúcida —empujó a Javier hacia el baño.

—No hay nadie —entró en la cocina y vio la taza vacía y el envoltorio.

—Quiero té —dijo la abuela.

—Pero… —Lucía comprendió la inutilidad de explicar.

La abuela olvidaba todo rápidamente, sobre todo lo reciente. Pero recordaba su pasado lejano. A menudo se confundía, no las reconocía a ellas. A veces tenía momentos de lucidez, breves y raros.

No sabía si la abuela fingía por otro caramelo o si de verdad olvidaba que ya había tomado el té. ¿Quién podría saberlo? Suspiró, le sirvió otra taza y dejó otro caramelo.

La abuela lo desenvolvió con torpeza. Cuando terminó, Lucía la llevó a su cuarto y la acostó.

—Ahora duerme —cerró la puerta.

Javier asomó desde el baño.

—¿Puedo salir?

—Sí. Vamos a la cocina —miró que la puerta estuviera cerrada y lo siguió.

Sentados cabeza con cabeza, escucharon música con un auricular cada uno. Lucía cerró los ojos, balanceándose al ritmo. No vio a la abuela deslizarse hacia la entrada…

Al despedir a Javier, Lucía vio la puerta abierta. Entró corriendo al cuarto, pero la abuela no estaba.

—La puerta… No la cerré. Se ha ido. Mamá pensará que lo hice a propósito —balbuceó, al borde del llanto.

—¿Por qué pensaría eso? —preguntó Javier.

—No lo entiendes. Justo hoy dije que sería mejor si se perdía. Pensará que no cerré la puerta para fastidiarla.

—Vístete, la buscaremos. No pudo irse lejos —dijo Javier.

Miró el perchero: el abrigo acolchado y las botas seguían allí.

—¿Se fue en zapatillas y bata? —Lucía lo miró desconcertada.

—A lo mejor está con los vecinos. Salió al rellano, no reconoció la puerta… Yo bajo al patio, tú pregunta en los pisos —Javier bajó las escaleras.

Nadie abrió en el edificio. Lucía salió a la calle. Javier recorría el patio, mirando bajo los arbustos y los columpios…

—No está. Busquemos en los patios de al lado. Tú ve a la derecha, yo a la izquierda. Quien la encuentre primero llama al otro. Nos vemos aquí —ordenó Javier, y salió corriendo.

Lucía incluso fue a la parada del autobús. La abuela no aparecía. ¿Cuánto tiempo llevaba fuera? ¿Media hora? ¿CuarentaCuando finalmente la encontraron, temblorosa bajo la farola de la plaza del pueblo, Lucía comprendió que, pese a todo, el amor por su abuela era más fuerte que el cansancio, el rencor o el miedo.

Rate article
MagistrUm
¿Y si dejamos que la abuela se pierda? Tal vez sea lo mejor para todos.