«Oye, ¿al final el certificado de matrimonio da más seguridad que vivir juntos sin papeles?», se burlaban los compañeros de trabajo de Nadia.
«No voy a ir a la reunión de los 30 años de la universidad, luego me viene la depresión. Que vayan los que van todos los años, ellos no notan cómo han cambiado», le gritó Nadia a su única amiga por teléfono.
«Pero ¿qué te pasa ahora? ¿Tan mal estás?», se sorprendió Margarita. «Nos vimos hace cinco años y estabas bien, normal. ¿Has engordado mucho o qué?».
«¡Qué tiene que ver eso! No quiero ir, punto, no me insistas, Rita».
Nadia ya quería colgar, esperando que Rita entendiera y llamara a otros de la lista. Pero esta vez su amiga no la soltó.
«Nadia, cada vez somos menos en las reuniones».
«¿Qué? ¿Alguien se ha ido al otro barrio?», preguntó Nadia, asustada sin querer. Ella no se consideraba tan mayor como para que sus compañeros empezaran a morir.
«No, qué va, algunos se han ido del país. El único que murió fue Andrés Arbós, hace veinticinco años, aún muy joven. Ya te lo conté».
«Bueno, no te hagas la remolona. Se junta toda nuestra promoción, cuatro grupos, pero en realidad solo serán treinta personas. ¿No casaste a tu hijo al fin? Pues ya es hora de que te sueltes un poco».
Margarita siguió hablando, pero Nadia volvió a pensar en Andrés. Siempre tenía ojeras y una mirada pesada, y los chicos de clase lo tomaban por un débil.
Resulta que Andrés tenía el corazón frágil. Era buen estudiante, soñaba con construir un puente colgante en su pueblo, pero no le dio tiempo. ¿Y ella? ¿Qué había conseguido?
Se enamoró de Ignacio, capataz de una obra donde empezó a trabajar tras graduarse. Él trabajaba por temporadas en su ciudad y luego volvía a su casa.
Salieron mucho tiempo, incluso Ignacio la llamaba «mi mujer» delante de todos. Decía que el amor era más fuerte que un papel. Que vivían juntos por amor, no por un certificado
Cuando Nadia descubrió que esperaba un bebé, Ignacio no volvió a la obra. Resultó que tenía tres hijos y su mujer estaba enferma. Renunció sin avisarle siquiera.
Nadia entendió que no podía exigirle nada a un hombre con tres hijos y una esposa enferma.
Dejó la construcción antes de que nadie sospechara, aunque algún compañero le soltó al final:
«¿Ves? Al final, el matrimonio sí que es más seguro que vivir juntos».
Pero a Nadia ya le daba igual. Consiguió trabajo en una tienda cerca de casa gracias a una vecina. Acordaron que, aunque tuviera al niño, trabajaría dos días.
Su madre aceptó cuidar de Adrián, pero no sin reproches:
«¡Con lo bien que te iba en el trabajo y lo echaste todo a perder!».
«¡Tú misma me criaste así!», le gritó Nadia, harta.
«Yo esperaba que al menos fueras sensata. Me dejé la espalda para que estudiaras, ¡y mira tú!», seguía la madre.
«De tal palo, tal astilla, ¿qué esperabas?», respondió Nadia, y al instante se arrepintió.
Lloraron juntas, pero ¿de qué servía? No había vuelta atrás.
Por eso, cuando Margarita la llamó para la reunión de los cinco años, no fue.
Todos hablarían de sus familias, sus trabajos, mostrarían fotos Y ella limpiaba suelos en tres sitios: un bloque de pisos, un colegio y una guardería. ¿De qué iba a hablar con ellos?
O mejor dicho, ¿de qué iban a hablar con ella?
Por Adrián lo aguantaba todo. Él era su único consuelo.
Encima, cuando Adrián empezó el cole, su madre decidió que ya había cumplido. Se fue al pueblo con su hermana, diciendo que en la ciudad no aguantaba el aire.
Pero a Nadia le sonrió la suerte años después: la contrataron de ingeniera a media jornada. Adrián ya iba al colegio y ella podía con todo, incluso recogerlo después de clase. Algunos padres le envidiaban.
Un compañero de trabajo se le insinuó, pero lo cortó de raíz.
«Tengo un hijo. No necesita un padrastro en casa. Nunca sustituirá a su padre y solo traerá problemas».
Nadia destacó en el trabajo, y cuando Adrián creció, empezó a ganar bien. Pasó a jornada completa.
Pero siempre se sintió incompleta. Vestía sencillo, no se teñía el pelo, y a los cuarenta ya asomaban canas.
Creía que no merecía ser feliz. ¿Cómo iba a serlo, habiendo estado con un hombre casado?
No podía vestir llamativo ni pintarse.
Tampoco creía en el amor. A su alrededor solo veía divorcios, y ella no era mejor que nadie.
Adrián, sin embargo, creció agradecido.
Pasaba los veranos en el pueblo con su abuela Irene y su tía, ayudándoles en todo: huerto, leña, conservas
Hasta su madre admitía:
«Qué suerte tienes con este niño. Para mi hermana Lola y para mí, es nuestro tesoro».
¿Y ahora qué? ¿Ir a un café con los excompañeros a los 30 años de graduación?
Todos esos pensamientos le pasaron por la cabeza en segundos.
Hasta que oyó a Margarita insistir:
«¿Lo tienes claro? Cafetería frente a la residencia, el viernes a las tres. Ven, aunque sea por mí, que tampoco tengo con quién hablar. ¿Vendrás?».
La voz de Rita tembló, y Nadia, sin saber por qué, aceptó:
«Sí, iré».
Colgó y ya se arrepintió. Se miró al espejo y tomó el teléfono para ech