—¿Y qué? Antonio y yo lo llevamos todo bien. Somos una familia ejemplar, sin problemas, los hijos han crecido como personas de bien.
—Antonio, ¿has vuelto a olvidar las llaves? —Carmen suspiró al escuchar aquella tos familiar tras la puerta. Su marido nunca llamaba al timbre, solo esperaba, paciente, a que ella adivinara y abriera.
—Las olvidé —masculló Antonio, colándose en el recibidor—. Esta mañana tenía prisa, una reunión importante.
Carmen observó cómo se quitaba los zapatos, dejándolos en medio del pasillo, y en silencio los colocó en su sitio. Cuarenta años de matrimonio le habían enseñado a no discutir por tonterías. Antonio era ingeniero jefe en la fábrica, responsable de proyectos cruciales, y en casa solo quería tranquilidad. ¿Acaso no podía ella apartar unos zapatos?
—¿Qué tal en el trabajo? —preguntó mientras le servía un plato de cocido.
—Lo de siempre. Los jefes presionan, los obreros no entienden, la maquinaria está vieja. Pero salimos adelante —Antonio hojeaba el periódico sin levantar la vista.
Carmen quiso contarle lo de la vecina, Luisa, quejándose de su hijo alcohólico, pero se lo pensó mejor. Antonio no necesitaba problemas ajenos después del trabajo.
—Por cierto —dijo él de pronto, alzando la mirada—, a Emilio le han ofrecido un ascenso. Lo trasladan a Madrid, a la dirección general. Buen sueldo, el triple.
—Me alegro por él —asintió Carmen, recogiendo la mesa.
—Me ha recomendado para su puesto —añadió Antonio en voz baja.
Carmen se quedó inmóvil, con los platos en las manos.
—¿Cómo dices?
—El director decidirá la próxima semana. Si sale bien, seré subdirector de ingeniería. Casi el doble de sueldo, mejores beneficios, vacaciones más largas.
Antonio hablaba con calma, pero Carmen percibió aquel entusiasmo contenido. Lo conocía como la palma de su mano. Había soñado con ese cargo durante años, aunque nunca lo demostraba.
—¡Antonio, es maravilloso! —Se sentó a su lado y le tomó la mano—. Te lo mereces. Tantos años de trabajo impecable, sin fallarle nunca a la fábrica.
—No está seguro aún —se encogió de hombros, pero Carmen vio en su rostro que ya se imaginaba en el nuevo puesto.
Toda la tarde estuvo más animado que nunca. Habló de proyectos futuros, viajes de trabajo, de comprar al fin un coche nuevo para sustituir al viejo Seat. Carmen lo escuchaba y se alegraba con él. Después de cenar, hasta pusieron música y bailaron en la cocina, como en su juventud.
Al día siguiente, Carmen se encontró con Marta, la mujer de Emilio, en el patio.
—¡Enhorabuena! —sonrió la vecina—. Emilio me contó anoche lo del ascenso de Antonio. Un puesto estupendo, nos alegramos mucho por ustedes.
—Gracias, pero aún no está decidido —respondió Carmen con cautela.
—Anda, si ya está todo arreglado. Emilio dice que ni siquiera hay otros candidatos. Antonio es el mejor del departamento, todo el mundo lo respeta.
Carmen volvió a casa con el corazón ligero. Así que no era solo una ilusión de Antonio. Si Emilio lo decía, el ascenso estaba casi asegurado.
Decidió preparar una cena especial. Fue al mercado, compró carne para un buen guiso y los pasteles favoritos de Antonio. Mientras cocinaba, tarareaba. Hacía tiempo que no se sentía tan feliz.
Antonio regresó tarde, cansado y taciturno.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, inquieta.
—Nada importante. Un día normal —se sentó a la mesa, pero ni siquiera probó la comida.
—Antonio, ¿por qué no me cuentas? ¿Sabes algo del ascenso?
—Dijeron que la decisión será la próxima semana.
—¿Hay algún problema?
Antonio guardó silencio un largo rato antes de suspirar.
—Verás, Carmen, no es tan sencillo. Hay mucha competencia. López también quiere el puesto. Y Martínez, del taller contiguo.
—¡Pero si Emilio dijo que eras el mejor candidato!
—Emilio lo dijo, pero la decisión no es suya. López tiene contactos. Su mujer trabaja en el ayuntamiento, y su sobrino es yerno del director.
Carmen sintió cómo se le encogía el corazón. ¿Acaso no era tan seguro como parecía?
Al día siguiente, fue a casa de su amiga Pilar, que trabajaba en recursos humanos de la misma fábrica.
—Oye, Pilar —empezó sin quitarse siquiera los zapatos—, ¿qué sabes del ascenso de Antonio?
Pilar puso la tetera, sacó unas galletas y se sentó frente a ella.
—Sé que hay una vacante. Y Antonio es uno de los candidatos.
—¿Qué más? ¿Quiénes compiten? ¿Qué posibilidades tiene?
—Carmen, ya sabes que no puedo hablar de esto —titubeó Pilar.
—¡Somos amigas desde siempre! Dime algo. Antonio está hecho un manojo de nervios, y no sé cómo ayudarle.
Pilar bajó la voz.
—Bueno, esto queda entre nosotras. Antonio tiene buenas posibilidades. Es el mejor técnico. Pero hay un detalle. ¿Sabes del nuevo protocolo para ascensos?
—¿Qué protocolo?
—Ahora, para puestos directivos, investigan no solo al candidato, sino también a su familia. Moral, reputación, problemas…
Carmen frunció el ceño.
—¿Y qué? Antonio y yo lo llevamos todo bien. Somos una familia ejemplar, sin problemas, los hijos han crecido como personas de bien.
—Claro, claro —asintió Pilar—. Solo te aviso. Lo revisan todo. Sobre todo ahora, con el nuevo director obsesionado con la disciplina.
Carmen se marchó pensativa. ¿Qué podrían encontrar en su familia que fuera reprochable?
En casa, repasó mentalmente su vida. Su hijo Javier trabajaba como ingeniero en otra ciudad, con familia. Su hija Ana, casada y con dos niños. Ella misma había trabajado en la biblioteca toda su vida, respetada por todos. Antonio nunca bebía, nunca armaba escándalos.
Pero la inquietud no la abandonaba. Recordó cada detalle, cada episodio que pudiera manchar su reputación.
Esa noche, cuando Antonio llegó, no pudo contenerse.
—Antonio, ¿es verdad que ahora investigan a la familia antes de un ascenso?
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó él, sorprendido.
—Pilar. Trabaja en personal.
—Bueno, si lo hacen, ¿qué tenemos que ocultar? —Antonio se encogió de hombros, pero Carmen notó su tensión.
—Nada, claro. Solo me pregunto qué revisan.
—Lo normal. Antecedentes, referencias, deudas, historial. Procedimiento estándar.
Pero Carmen supo que ocultaba algo. Lo conocía demasiado bien para no notar aquel tono forzado.
Los días siguientes fueron de espera angustiosa. Antonio estaba callado, sombrío. Ella intentaba animarlo, cocinaba sus platos favoritos, pero él apenas comía.
Entonces ocurrió lo inesperado.
Llamó a la puerta el guardia civil del barrio, el sargento Ramírez. Un hombre mayor, conocido desde hacía décadas.
—Buenas tardes, Carmen. ¿Está Antonio?
—Sí, ¿pasa algo? —preguntó, alarmada.
—Nada grave. Solo necesito aclarar un detalle para un informe.
Antonio salió del comedor, serio.
—Antonio, ¿recuerdas lo de hace cinco años? Cuando tu vecino Delgado pegó a su mujer y tú presentaste la denuncia.
—Lo recuerdo —respondió él, breve.
—Bueno, necesito